—¿Pero… qué te pasa Jaime?, siempre tan ecuánime y en los últimos días te veo furibundo. Con las niñas no tienes ningún control para regañarlas; debes pensar que fuiste tú quien las enseñó a tirarse sobre ti, fuiste tú quien sin avisar les caías a besos y cariños y ahora cuando ellas lo hacen, les riñes y las envías a su cuarto sin más —Ángela no paraba de reclamar, sus ojos mantenían la fiereza sobre su cara. —¿Qué pasa, es que no te sientes bien en la casa, es que tampoco te llamo la atención ahora?, ¿pasa algo en tu trabajo?… ¡Contéstame!

El día había comenzado más temprano para él. Evitando que ella lo confrontase antes de salir. Creyó que levantándose antes, haciendo su desayuno en silencio y sin despertarla, pudiera tener más tiempo para reflexionar sobre la situación. Ella lo atrapó cuando estaba preparando el bocadillo, con el pocillo del café humeante, queriendo llevárselos silencioso al comedor.

—Anoche llegaste después que había conciliado el sueño y mira que me costó hacerlo, no sé a qué hora sería y ahora te levantas casi de madrugada, ¿cuántas horas dormiste?. Si acaso estás arrepentido por tu comportamiento con las niñas el fin de semana ¿con quién más sino conmigo, es con quien lo debes hablar?

Se sabía cazado como una liebre y como tal se comportaba; estaba agazapado, nervioso, tembloroso, con los ojos desorbitados, con la mirada sobre el bocadillo y las orejas cerradas a las palabras distorsionadas que chocaban con sus oídos. Aturdido. Un trago de café hizo mover la tráquea. Con la tensión se le movieron las orejas, era un tic que ella conocía. Una mano lo dejó en la encimera, la otra, depositó el pan sobre el plato, tomó la servilleta y limpió sus dedos uno a uno.

—¡Dime algo Jaime!

—Tienes razón. No he podido controlarme con las niñas.

Ella se ajustaba la bata de dormir que había tomado a la carrera, se estiraba el cabello y mantenía la mirada sobre la presa acorralada. Él con el rabillo del ojo, recorrió su figura.

—Te pusiste la bata al revés, con las costuras hacia afuera.

Él volvió la mirada hacia la comida y de la conversación estaba como ausente, en estado taciturno. Ella se quitó la bata, él miró de soslayo el cuerpo delgado y atlético y acompañó el movimiento de sus manos. “Estoy que no puedo comentarle nada, soy casi un preso…”, se decía mientras halaba su cabello hacia atrás.

El comentario sobre la bata bajó la tensión. Ángela la dejó a posta abierta y se fue al sofá. Él cerró los ojos como trayendo los recuerdos de cuando jugaban y reían por cualquier tontería.

—¡Vamos Jaime!, dime algo.

El sol apareció sin pedir permiso y entró por la ventana.

—Vente para acá —se sentó ella, dándole golpecitos a los cojines— se van a levantar las niñas para ir al colegio.

—Tenía la intención de llegar más temprano al trabajo —se fue acercando Jaime al sofá—. Llegó una orden de la casa matriz.

—¿Y… como director de recursos humanos te toca solucionarlo? Cuando te llamé ayer y hablé con Carla y me dijo que estabas ocupado, preferí no darte malas noticias.

—Tengo veintidós años trabajando en esa empresa —continuó él imbuido en sus pensamientos—. Desde niño me ilusionó ser un profesional, cuando me gradué ya trabajaba como auxiliar allí. Con orgullo comentaba en casa de mis padres sobre mi trabajo y recuerdo las palabras del viejo… “como psicólogo te vas a morir de hambre”.

—Como psicólogo has triunfado. —lo serenó ella.

—Hasta me quitaron la manutención.

—En esa etapa comenzamos a salir.

—En la empresa conozco a cada trabajador, me ha tocado gestionar más de una ayuda…

—En mi trabajo también hay problemas —interrumpió Ángela—.  Ayer por la mañana me enteré de algo y por eso te llamé.

La claridad ayudaba a desnudar los pensamientos y permitió que fluyeran las palabras.

—Menos mal que estamos en el mes de mayo —se acomodó él en el sillón— quedan pocos meses para terminar el año escolar.

—Claro Jaime, nos vamos de vacaciones y nos desestresamos, como todos los años.

Estas vacaciones tendrán que ser diferentes —se rompió el hielo y él le tomó la mano— tendremos que buscar una escuela pública y ajustar el presupuesto.

—¿Acaso sabes que en el gimnasio van a despedir monitores?

La luz chocó con los ojos de él, estaban desorbitados ante la posibilidad de que Ángela pudiera ser despedida.

—Con trece años trabajando allí, siendo de las fundadoras, no tendrías por qué preocuparte.

—¡Te equivocas!. Van a prepararse todas las clases a través de pantallas que están trayendo de la casa principal, el personal se reducirá al mínimo y…

Los ojos de Jaime se centraron en ella, su mano acarició la pierna y un beso fue a su boca. Escucharon risas en el cuarto de las chicas.

—¡Nos reinventamos, es la nueva realidad! —Él secó sus ojos—. Eso es lo que pregono en la fábrica. Es… el yugo de la nueva tecnología.

—Maldita palabra —gritó ella— ¡Ya lo hice cuando tuve que dejar la universidad!

El salón estaba alumbrado con el sol fuerte de una primavera caliente. El ruido de las hijas trajo sonrisas a las caras antes contraídas.

—En mi trabajo —refirió él— hay cambios, están trayendo las nuevas máquinas que sustituirán a muchos obreros y el control del personal, parece se hará desde la sede central; quizás no hará falta un director de recursos humanos… “pero mi padre no tiene razón”, pensó.

Las niñas entraron al salón con prudencia.

—Hola, saludaron con temor a Jaime.

Él abrió los brazos y gritó.

—¿Quién se lanza primero?

Sin pensarlo, corrieron y lo machucaron en el sofá.

Fue Ángela quien puso orden.

—Vamos niñas a acomodarse. Voy a prepararles el desayuno…

Las carcajadas de ellas y la mirada de Jaime se contagiaron.

—¡Vamos a arreglarnos… seguiremos siendo un equipo! Sortearemos la tempestad.—las palabras las recibió Ángela sonreída.

—Te espero en la cocina con un café servido.

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