Un truhan en el proyecto Lu-Lu

Un truhan en el proyecto Lu-Lu

Jimmy

21/08/2022

Calor

Despierto. Almohada empapada. Soñé con libros que anidaban en estantes de madera. Consigo abrir un párpado. El sudor se cuela dentro del ojo. Me incorporo sobre sábanas arrugadas.

Llega la primera idea al cerebro: ¡Una pared nueva para las videollamadas! «Luis, tu pared blanca no mola. No dice nada de ti. Eres un friki sin alma. Anda, ponte un fondo virtual.» Lucía, mi compañera de proyecto, me insiste desde hace meses. No le valen mis excusas: Odio los fondos virtuales, son un engaño. Lucía se burla recordándome la corbata y la chaqueta que cuelgan detrás de la puerta de mi habitación.

Un pósit azul destaca en el corcho situado frente a mi mesa de teletrabajo: «FONDO “REAL”». El resto son pósits amarillos, uno por cada incidencia pendiente de corrección de la web que mantenemos Lucía y yo. Proyecto Lu-Lu, bromeamos. Software architect, ella, front-end manager, yo. ¿Manager de quién? ¿De mí mismo? La multinacional nos contrató por videoconferencia durante la pandemia. Nos pagan para tener contentos a los clientes. Ponen tickets pidiendo correcciones en su web. Analizamos, diagnosticamos, reproducimos la incidencia y resolvemos. Luego el cliente valora su satisfacción respondiendo a una encuesta de cinco estrellitas. Siempre un cinco, por favor. Cuando el ticket requiere una videollamada, descuelgo la chaqueta y la corbata de detrás de la puerta.

Hoy despegaré el pósit azul, tanto tiempo postergado. Bajaré al viejo almacén del barrio. Compraré un par de estantes de madera de verdad, nada de aglomerado chapado con melamina. Sujetaré cada estante con un par de escuadras. Colocaré unos cuantos libros técnicos y alguna planta. Lucía se dará por satisfecha con el nuevo escenario, o eso espero.

Infierno

Salgo del portal de casa. Los coches han desaparecido. El asfalto ha desaparecido. Una máquina se come mi calle. Deja tras de sí una nube de polvo irrespirable sobre el hormigón arañado. Me recuerda a una película de zombies. La Operación Asfalto del Ayuntamiento de Madrid ha comenzado.

El sol ha subido ya. Apenas deja una pequeña cuña de sombra junto a una de las fachadas. Debería de haber salido antes, pero tenía que diagnosticar un par de tickets. Me he escabullido un momento del sistema de control de presencia (SCP) de la multinacional. Repto junto a la pared procurando no salirme de la cuña de sombra. Pienso en la cara de Lucía cuando vea mi nuevo fondo real de libros con planta.

En la primera bocacalle, un grupo de operarios se refugia del sol. Llevan camiseta azul oscuro con un rótulo a la espalda: “Pavimentos Urbanos Sostenibles S.L.”. Un título demasiado largo, pero tienen anchas espaldas. Sentados en el suelo, al borde de la acera, consumen sus bocadillos. De pie frente a ellos, el de piel más clara controla a la patrulla. Al observarles, estimo la diferencia entre su salario y el de los sentados. ¿Contratado y subcontratados? ¿Nacional y emigrantes?

Sigo arrastrándome por la cuña de sombra. Repaso mi escasa lista de compra de materiales. Le diré a Lucía que ha sido una compra de proximidad, ella aprecia esos detalles. Además, tampoco cuento con vehículo para desplazarme a un centro comercial a las afueras de la ciudad.

Más adelante, la máquina sigue roturando la calle. Entre la nube de polvo que levanta, aparece una figura negra, a pleno sol. Lleva la misma camiseta rotulada, pero varias tallas más grande. Es como un gran oso negro, cargando un bidón oscuro y humeante a su espalda. Una manguera sale del bidón y termina en una pértiga que el gran oso mueve rítmicamente, como en procesión tras la máquina. Minúsculas gotas de un apestoso engrudo humeante van tiñendo de negro el hormigón rasguñado de la calle y comienzo a pensar en la esclavitud moderna. Me esfuerzo por pegarme lo más posible a la pared, huyendo de la salpicadura de alguna excrecencia. Veo brillar el sudor en la piel oscura del esclavo moderno. Me llama la atención el blanco de sus ojos y su dentadura que parece sonreír.

Por fin llego al viejo almacén de maderas del barrio, dentro de un amplio patio de vecinos. Tres personas esperan a la puerta, entre varias macetas de geranios. El dueño del almacén ordena y manda en su negocio. Desprecia a los clientes que no saben lo que quieren. Desconoce lo que son las encuestas de satisfacción. Vuelvo a comprobar mi lista de materiales, por si acaso. En la cola, una chica con gafas oscuras mira distraída su móvil. No creo que lleve lista de compra.

Por la terrible estepa castellana

Una hora después vuelvo a la calle. La chica distraída sabía muy bien lo que quería y se ha llevado medio almacén. Uno de los mozos le ayuda a cargar todo el material en su enorme 4×4. El sol ha borrado la más mínima sombra. La chica le da un billete de propina, mientras se ajusta las gafas oscuras. No consigo reprimir una mirada de odio. Los dos estantes de madera que llevo en una mano se me resbalan entre el sudor y el serrín. En la otra mano, bailan las cuatro escuadras chocando entre ellas. El SCP habrá detectado mi ausencia hace tiempo.

Dos manzanas más allá, la máquina come-asfalto ha dejado de rugir. Voy contando los segundos de retraso. El sudor cubre mi cara. Intento respirar sin desmayarme. Una figura aparece al final de la acera: el esclavo moderno. Se diría que mueve sus enormes caderas a ritmo. Alza los brazos y gira la cabeza a uno y otro lado. Me acerco y veo sus ojos entornados, como si cantara. Me concentro en no tocarle. Pero sí, canta, el gran oso negro canta.

Y es que yo

amo la vida y amo el amor

soy un truhan, soy un señor

y casi fiel en el amor

Al pasar bajo sus enormes brazos, este Baloo feliz me achucha contra sus prendas embadurnadas. Ya en casa, abro el portátil, elijo un fondo virtual y arrincono las maderas pringadas de asfalto. Lucía estará contenta, o eso espero.

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