Había, sobre la mesita de noche, ordenados secuencialmente, los siete tarjetones en los cuales Arnulfo Godina había anotado cada una de las ideas y acciones que llevaría a cabo, de acuerdo con los dictados que un célebre gurú, consultor de tantos y tantos acaudalados hombres de negocios, y autor de varios best seller como el que, un par de semanas atrás, Arnulfo había conseguido en la sección de ofertas dentro de una librería de viejo, en la que se vio obligado a entrar cuando, inesperadamente, un chubasco le sorprendió mientras deambulaba entre las callecitas del centro.

Aquella tarde, luego de una ducha caliente, Arnulfo Godina vistió el pijama de franela, calzó las pantuflas de siempre y, mientras la tetera llegaba a ebullición, fue limpiando sus viejas gafas de leer. Habían sido meses difíciles desde que la hija del difunto ingeniero Richter declaró la empresa en quiebra ─para luego llevarla a un país lejano en el que manufacturar resultaba diez veces más barato─. Durante meses Arnulfo vivió de sus ahorros, pero, cuando intentó encontrar otro empleo, ya era un hombre viejo y obsoleto.

Obsoleto, sí. En ninguna de las empresas que visitó requerían los servicios de un mayordomo corporativo ─así se hacía presentar─ ni de un ascensorista, mucho menos de un cobrador de deudas. Lejos habían quedado los tiempos en que Arnulfo llegó a ser el empleado favorito, amigo subalterno y confidente del mismísimo Hans Richter, aquel eminente químico que, huyendo de la guerra, llegó al continente americano para revolucionar la industria textil, implementando innovadoras tecnologías de pigmentación. En aquellos años Richter se consolidó como el más importante productor de telas, dueño de varias marcas de ropa, admirado y respetado por todos, a pesar de que se atribuía a sus fábricas la muerte de los peces en casi todos los ríos de la región. 

Pero eso quedó atrás, ahora Arnulfo Godina tenía un manual para hacerse rico, y toda la noche para leerlo. 

El amanecer le sorprendió con la luz encendida, un diccionario despastado entre las manos, las ojeras hinchadas y determinación para seguir, a partir de ese momento, cada uno de “los pasos de la magia de una mente millonaria”, así que, cerrando los ojos, comenzó a visualizar la casa y el coche de sus sueños, también un generoso estado de cuenta con su nombre. 

No obstante, si resultó difícil permanecer sintiendo una vida que nunca tuvo, más complicado fue recrear una película con seres que no existían. “Siéntase en el lugar de sus sueños, mire los rostros de las personas que le acompañan… su pareja, sus hijos, sus padres y mejores amigos, visualice cómo esas personas a las que ama se sienten felices de verle exitoso y agradézcale al universo”
─instruía el texto─.

Aquel párrafo cruel abría las llagas doloridas en el alma de Arnulfo Godina, lo desnudaba ante la vida como un hombre verdaderamente solitario. Aún era joven cuando lo dejó la única mujer por quien llegó a sentir algo parecido al amor. Del único hijo tenía sólo veinte postales navideñas que recibía año con año, cada una desde un remitente distinto en el extranjero. El único amigo que tuvo había sido su jefe, pero para “edificar su futuro” no podía revivir a un muerto. Sentirse ilimitado y abundante resultaba más difícil de lo que imaginó.

Encolerizado e impotente, Arnulfo Godina lanzó aquel libro con tal fuerza que, al chocar contra la pared, se desplegó un trozo de papel que había entre la cubierta y la solapa. Era una nota que alguien había pegado meticulosamente, una especie de mensaje en clave.

13-27-12-85-26, un día regresará a ti este libro y te demostraré con gratitud el poder de una mente millonaria. Marco Aurelio Ponce de León

Arnulfo recuperó el libro ¿Qué querría decir ese mensaje? En la portada había un nombre inscrito: María Joaquina Ituarte del Rosal. 

Debía tratarse de la primera propietaria de aquel ejemplar. Aquellos apellidos eran tan poco comunes que, para aquel hombre otrora especializado en la cobranza, conocedor de domicilios e intimidades de las buenas familias con las que el fallecido Richter se llegó a codear, y poseedor ─por si fuera poco─ de uno de esos viejos directorios telefónicos que pesan como un tabique, resultó bastante sencillo encontrar a la susodicha.

Esa misma tarde Arnulfo caminó hasta la antigua zona residencial y llamó a la puerta de una elegante casona. A través del interphone respondió una voz ronca de mujer. Bastó explicar un poco. Enseguida una dama vieja y encorvada abrió la puerta invitándole a entrar. Con paso lento atravesaron el jardín. Era domingo y los sirvientes de la casona descansaban, así que la mujer sirvió limonada mientras tomaban asiento en la terraza. En ese momento Arnulfo Godina le entregó el libro y, sacando del bolsillo la nota, contó con detalle lo ocurrido.

La mujer encendió un cigarro y leyó aquel papel, luego se sonrió. Después de unos segundos fue revisando lo que había en las páginas correspondientes a los números allí inscritos. En ellas encontró otros números que conducían a otras páginas, y así siete veces, hasta que anotó en la portada los siguientes: 28–47–27–16–58.

¿Sabe conducir? Acompáñeme ─dijo la mujer, entregándole las llaves de un antiguo y lujoso automóvil─. 

Minutos más tarde llegaron a una finca en las afueras boscosas de la ciudad, una polvorienta mansión en la que nadie había puesto un pie durante años. La mujer pidió a Arnulfo esperar afuera mientras, forzando la puerta, entró deprisa dirigiéndose hasta el estudio. 

La tarde comenzó a nublarse y una lluviecita tenue refrescaba el ambiente. 

Pasó más de una hora hasta que, desesperado, Arnulfo Godina entró para averiguar qué ocurría. Sobre la alfombra encontró el cuerpo inmóvil de María Joaquina; la había matado una fuerte impresión. Los pies apuntaban hacia una antigua caja fuerte repleta de fajos de dólares americanos y joyas de inmenso valor. El libro quedó asido entre las manos de la occisa. En una página entreabierta se alcanzaba a leer lo siguiente. 

“…una vez que usted ha aplicado los pasos del método de la magia para convertirse en millonario, el ´cómo sucederá´ no debe importarle. Debe tener fe, debe dejarlo en manos del universo”.

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