Esa noche no pude cenar, había perdido el apetito. Tampoco era capaz de comentarle a Eleonora lo que había sucedido. A la mañana siguiente me vestí como siempre y salí a la calle sin saber dónde ir. El ruido del tránsito me molestaba más que nunca. Caminé hacia el metro como un autómata, bajé al final del trayecto y me dirigí al parque, me senté en un banco, creo que no había visto antes lo bonito que era, me quedé un largo rato observando a dos niños pequeños que se mecían en los columpios y reían felices con sus madres.

Dormía mal y estaba muy intranquilo, Eleonora me preguntaba todas las noches si me sucedía algo, siempre contestaba con la misma excusa, que estaba un poco cansado porque tenía que resolver un asunto muy importante en el trabajo…solo eso. No tenía el valor, no podía decir nada más.

Me reconocía como un hombre acostumbrado a un cierto grado de confort, sabía que no sería fácil encontrar pronto un nuevo empleo, sobre todo por mi profesión. Lo cierto es que necesitaba trabajar, era consciente que no podía ser muy exigente, aun así no obtenía ningún resultado, todo esto me hacía sentir muy angustiado. Una mañana al revisar el correo vi que tenía el aviso de una oferta de empleo, pero como nada en la vida es perfecto, el puesto se ofrecía en un pueblo a unos cuatrocientos km. de la ciudad donde vivía con mi mujer y mi pequeña hija, un dilema, no sabía qué hacer.

A pesar de todo, después de darle muchas vueltas al asunto decidí aceptarlo, pensé que no estaban los tiempos para despreciar un trabajo que me había costado bastante encontrar. Le expliqué a mi mujer que me enviaban allí para supervisar en la zona el lanzamiento de un medicamento y era valioso para el trabajo que desempeñaba en el laboratorio. La realidad era muy distinta, me habían puesto en un callejón sin salida y mi empleo en el laboratorio ya no existía. Llegado a este punto había decidido y no podía volver atrás, lo que me exigían no era posible aceptarlo de ningún modo.

“Lo importante para mí es poder mirar a los ojos a mi mujer y a mi hija sin tener que avergonzarme”. Les había dicho antes de marcharme.

Unos días después llegaba a mi nuevo destino, la noche y la escasa iluminación de las calles hicieron difícil encontrar el hotel, estaba agotado tras más de cuatro horas de viaje, lo único que deseaba era dormir. Por la mañana mientras caminaba me llamó la atención el paisaje que rodeaba al pueblo, estaba a unos trescientos metros de altitud, el mar abajo imponía su belleza, las calles empedradas, las flores en los jardines y balcones le otorgaban un aire muy singular.

La oficina del banco para el cual me presentaba se ubicaba en el centro, frente a una hermosa plaza, por lo visto aquí todo quedaba muy a mano, me sentía casi feliz. Una vez hechas las presentaciones del personal, con una amabilidad a la que no estaba habituado me indicaron mi despacho, me encontré con un escritorio muy antiguo, un sillón de piel desvencijado, carpetas y papeles desparramados por todas partes.

No salía de mi asombro cuando a mediodía suena un timbre, al asomarme para ver qué sucede me entero que es la hora de la comida, algo sagrado para estas buenas personas. Mientras tomamos un café uno de los muchachos recuerda una frase que me deja pensando largo rato:

“El tiempo vuela señor, y aquí tenemos un lema:

Trabajamos para vivir…no vivimos para trabajar”

Mi mujer aún no sabía nada, ni el motivo de mi decisión, me causaba una gran preocupación, tenía que contárselo todo, por la noche la llamé y tuvimos una larga conversación y la puse al tanto de la situación en la que me encontraba. Cuando colgué el teléfono me sentí liberado, me había quitado un peso de encima, a pesar de no saber lo que pudiera pasar luego, cuando Eleonora lo pensara con calma.

Me había levantado muy pronto, acababa de vestirme y suena el teléfono:

─Señor Rinaldi buenos días, preguntan por usted y desean saludarlo.

Bajo de prisa las escaleras, al verlas en la recepción me quedo sin palabras…

¡Papá, papá, quiero que nos quedemos a vivir aquí!”

Mi hija corre hacia mí y nos abrazamos..

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