El Misterio del Ministerio

El Misterio del Ministerio

De nuevo a la tarea. El horario nocturno acabará conmigo, pero, al menos, este Ministerio de Industria es un lugar ideal para trabajar en seguridad: resguardado de las inclemencias del tiempo y de la soledad, te mantiene a salvo de ladrones sin escrúpulos capaces de cualquier cosa a cambio de un mísero botín.

Estos días estamos más enredados. Desde hace apenas un mes, se recopila en un despacho de la cuarta planta toda la documentación relacionada con una gran expropiación: el gobierno, aplicando un decreto ley aprobado simplemente para esta cuestión, decidió intervenir un conocido grupo de empresas. Las numerosas advertencias propiciadas por los riegos que los bancos del grupo asumían y las enormes deudas adquiridas con Hacienda y la Seguridad Social, han sido, entre otras cosas, el detonante de esta actuación.

Las tardes solían ser tranquilas, ahora, son un constante trasiego de gente. Los periodistas nos traen locos: se inventan mil peripecias para conseguir algo de esta información. Por el contrario, mi empresa ni se plantea reforzar el turno. Así que, aquí estamos mi compañero, un vigilante jurado armado, y yo, un guarda de seguridad sin mucha experiencia.

Cerca de las dos de la madrugada, el último de los funcionarios en acabar se despide de nosotros. Tras un rápido tentempié, pues no hay tiempo para más, empezamos las rondas por todo el edificio. Comienza el vigilante comprobando todas las puertas de acceso y a continuación, sube al primer piso para apagar luces, desconectar aparatos, cerrar ventanas y comprobar que todo queda en orden. Cuando acaba, baja hasta la recepción del Ministerio, donde siempre, durante la noche, debemos permanecer uno de nosotros.

Linterna en ristre, me toca. He de repasar las plantas dos y cuatro. La segunda suele dar trabajo. Se cuentan con los dedos de una mano los ordenadores apagados y, en cambio, necesitarías los de toda una tropa para contar las ventanas abiertas. Acabada, subo a la cuarta planta. Esta suele hacerse en un momento; la mayoría de los despachos quedan cerrados con llave y nosotros no podemos acceder a ellos.

Cuando la puerta del ascensor se abre, siento frío. No es habitual: son muchas las noches trabajando por esta planta y nunca, al acceder a ella, me ha recibido una sensación parecida. Además, la madera que decora tanto paredes como puertas cruje más de lo habitual. Me llama la atención el final del pasillo; está oscuro. Con el trajín de luces de estos últimos días, encendidas desde primera hora y apagadas a las tantas, es normal que los fluorescentes se fundan, pero estos fueron reemplazados la semana pasada por el mismo motivo.

Un murmullo de voces me pone en alerta…

¡Alguien continúa por aquí!

Les oigo hablar, sin embargo, me pregunto dónde pueden encontrarse. Juraría que me dan la bienvenida. Las primeras puertas están cerradas con llave, aun así, el cuchicheo no proviene de su interior. En el último despacho se trabaja la expropiación llevada a cabo por el gobierno; seguro que todavía queda alguien dentro.

Un sonido indica que la luz del vestíbulo de ascensores se acaba de fundir…

De entre esa oscuridad veo surgir una neblina. A su vez, una gélida corriente deambula por el pasillo; me hace tiritar. Ya no se aprecia nada del vestíbulo. ¡No sé qué ocurre!

Estoy cerca del despacho en cuestión, sigue a oscuras. La neblina no ha llegado hasta allí y los fluorescentes continúan apagados. De repente, la puerta del despacho se abre…

¡Un hombre sale al pasillo y tras saludarme cortésmente, se adentra en el despacho de enfrente!

Le indico que se detenga, pero elude mis palabras y cierra la puerta con llave. Aunque corro e intento llegar a él, no puedo abrir.

A través del walkie, aviso de inmediato.

Mientras espero que llegue la ayuda, no dejo de pensar en ese hombre. Solo los jefes de sección disponen de la llave para abrir y cerrar despachos y este señor no era ninguno de ellos. Podría ser alguien tratando de robar información; dicen que vale millones. Pese a que esto resulta lo más razonable, estoy seguro de que tampoco se trataba de ningún ladrón.

Él me ha visto con toda claridad. Me saludó como si se alegrara de verme. Llevaba consigo un sombrero en la mano; un sombrero antiguo. Además, su traje, aunque impecable, no tiene nada que ver con los estilos actuales; me recuerda a los usados por los gangsters en las películas de antaño. No obstante, el hecho más desconcertante ha sido otro. Al andar, su imagen se transformó en cientos de diminutos cristales de colores brillando a su antojo y sus pies, lejos aún de la incomprensible neblina, eran dos nubes de algodón que apenas rozaban el suelo.

Oigo la puerta del ascensor, mi compañero, acompañado de la Guardia Civil que vigila el exterior del Ministerio, irrumpe por el pasillo. A todo esto, la neblina se ha disipado y todos los fluorescentes lucen con normalidad; ¡hasta hace calor! Cómo esperaba, al abrir las puertas de los despachos no han encontrado ninguna persona dentro.

Soy consciente de que la poca o mucha consideración que se me tuviese en la empresa se terminó. Mis días de trabajo en este Ministerio están contados, aun así, no me importa. Creo haber descubierto mi verdadera vocación: me atrae y me encanta la experiencia que acabo de vivir…

Han pasado treinta y seis años de aquella noche. Desde entonces, han sido cientos los casos similares a este en los cuales he trabajado. Comprobar leyendas, creencias, ruidos, voces, apariciones de espíritus, etc., pasaron a ser y son mi ocupación principal. Aunque uno presume de haber visto ya muchas cosas, algunas inexplicables y otras simples paranoias o ganas de vivir una historia de misterio, debo reconocer que lo sucedido esa noche en el Ministerio de Industria de Madrid, sigue siendo mi gran cuenta pendiente. Estoy convencido: ver a aquella persona no fue una casualidad porque, simplemente, no era una persona. Algo más ocultaba. Un algo que hoy, todavía, sigo intentando comprender…

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