Los dioses ayudan a los hombres que se ayudan a sí mismos.

– Virgilio –

La cena de Navidad de este año se iba a celebrar en un complejo de turismo rural en la sierra de Madrid. La noticia nos sorprendió a todos, acostumbrados como estábamos a que siempre tuviera lugar en un salón de bodas propiedad de un amigo o de un familiar del jefe (algunos pensábamos que en realidad era suyo, como tantas otras cosas que habíamos ido descubriendo durante toda una vida trabajando para él). Qué habría pasado para que el viejo, siempre mirando hasta el último céntimo de euro, se hubiese decidido a tirar la casa ―la empresa― por la ventana.

A primera hora de la mañana nos recogió un autobús junto a la sede de las oficinas centrales, a espaldas de la Plaza de España.

―Así aprovechamos el día en la sierra ―, decía la nota interna que les hicieron llegar a los jefes de departamento.

Pasé la mayor parte del viaje fingiendo que dormía, mientras imaginaba, sin demasiadas esperanzas, cómo sería la cena de este año: «Aunque vayamos a pasar la noche fuera de casa ―pensaba―, no creo que la fiesta sea muy diferente de las anteriores: los científicos irán desapareciendo en cuanto termine el discurso del Director General (parece que no están a gusto entre la gente corriente, tan previsible para ellos); los de logística tampoco se saldrán del guion (y menos mal, porque cuando lo hacen…); los informáticos seguro que acaban en la habitación de alguno de ellos jugando a la Play o viendo una peli de frikis; pasando de los de recursos humanos (que se ponen muy coñazos con lo de psicoanalizarte), al final quedaremos, como siempre ―concluí convencido―, los administrativos perpetuos, el personal de limpieza y el de mantenimiento».

Después de un rato de curvas en una carretera que ascendía entre pinares, llegamos por fin a nuestro destino: en medio de un bosque de frondosos árboles, una edificación central de madera flanqueada por unas cuantas casas más pequeñas, todo cubierto de nieve y con el parloteo de los pájaros como fondo musical. Vamos, una postal de navidad.

Al bajar del autobús pensé alojarme cerca de una delineante con la que hace años tuve una casi aventura, pero los sitios estaban ya asignados y tuve que compartir choza con Felipe, de contabilidad ―con el que me toca hasta de pareja en el pasodoble―, y con dos pipiolos recién llegados a la empresa, de esos que en cuanto te despistas están siete pisos por encima de ti en el escalafón.

El salón, decorado con ese derroche de dinero y mal gusto que demasiado a menudo van de la mano, además de desentonar con el complejo rural y el entorno me hizo pensar que todo aquello podía ser también propiedad de Don Manuel. Felipe, que conocía a fondo los entresijos de la empresa, me lo confirmó con una mirada de complicidad.

―Este año la cena tenía que ser muy especial ―comenzó su discurso el Director General, administrador y propietario único―, porque tengo algo muy importante que comunicaros. Nadie lo sabe todavía, ni siquiera mi mujer. He querido decíroslo primero a vosotros, mi gran familia, los que me habéis ayudado a levantar y mantener este sueño ―hablaba con los ojos anegados de lágrimas (siempre fue un gran actor) ―, los que habéis estado a mi lado tanto en los momentos buenos como en los difíciles. El caso es que ha llegado el momento: he decidido cerrar la empresa ―nos lo soltó así, sin anestesia―. Llevo toda la vida sacrificándome por el negocio, y creo que merezco poder disfrutar tranquilo de los años que me queden. Vosotros, por supuesto, no tenéis de qué preocuparos; con vuestra preparación y experiencia, y habiendo formado parte de una empresa de prestigio, como esta, seguro que no tardaréis en encontrar otro trabajo. No vais a poder ni disfrutar del paro; aunque a alguno ya le gustaría ―bromeó sin vergüenza alguna―. En fin, la vida sigue para todos, así que la fiesta también debe continuar. Espero que lo paséis en grande. Feliz Navidad ―brindó antes de retirarse― y mis mejores deseos para el año que viene.

Nos quedamos helados, como si el viento gélido que soplaba afuera hubiese atravesado las ventanas del salón. Después de los primeros murmullos y algún que otro llanto, nos fuimos levantando de las mesas y formando diferentes corrillos, en estado de skock algunos, claramente cabreados los más. Yo me dirigí directamente a la barra en busca de algo fuerte que me ayudara a digerir todo aquello, y apurando el vaso estaba cuando noté que Felipe me hacía señas desde una esquina, donde se hallaban algunas de las personas que más tiempo llevaban en la empresa.

―Lo que vas a oír no puede salir de aquí ―se dirigió a mí el que parecía llevar la voz cantante―. Si decidimos llevarlo a cabo, nadie más debe saberlo nunca. ―Continuó hablando y explicando el plan mientras paseaba su mirada entre nosotros―. No creo que sea, ni mucho menos, una solución definitiva ―sentenció al terminar―, pero ¡qué demonios!, si a nadie se le ocurre nada mejor… Además, el viejo se lo merece; así cada año nos acordaremos de él por Navidad.

En la boca de todos se dibujó una sonrisa macabra.

―Procedamos pues ―acerté a decir.

Una hora después las copas empezaron a circular con más velocidad de lo habitual. Tras unos comienzos que presagiaban lo peor, la idea de que todo acabaría solucionándose fue animando la fiesta, que al final se alargó hasta la madrugada. Para mi sorpresa, sin ninguna de las deserciones tempranas de otros años.

Durante el viaje de vuelta, en el autobús nadie abrió la boca: todos con resaca, y unos cuantos con un mismo pensamiento en nuestras aturdidas cabezas: de momento seguiríamos teniendo trabajo. Al menos hasta que el calor derritiera el muñeco de nieve que nos miraba fijamente mientras nos alejábamos.

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