Cintu se miraba una y otra vez sus zapatos nuevos, mientras se ajustaba nervioso el costado de sus pantalones. Ni siquiera el cinturón disimulaba las dos tallas más grandes que lucía su hermano Marcelino a su misma edad. Los zapatos sí eran de su talla, los mandó a hacer expresamente su madre al zapatero, el tío Emiliano de la calleja. Cien pesetas y la promesa de cómodos plazos, lucían en unos pies poco acostumbrados a ir sobre cubierto.

– No quiero que nadie diga, que un hijo mío anduvo descalzo por el mundo – metió en el bolsillo de su chaqueta de pana una bolsita de tela , – por si te agarra el hambre – le dijo, y sin el más mínimo aspaviento, animó a su hijo a que marchara. – ¡Anda, y no te demores!, que “La Catalina” no espera por nadie – al tiempo que dejó caer un beso furtivo en la mejilla de su hijo, convirtiéndose en el único testigo de aquel sabor salado, con aroma agridulce, que Cintu llevó siempre consigo. Eso y el abrazo silencioso, tranquilo y sosegado de su padre…era todo cuanto le podían dar.

El pueblo aún dormía, apenas unos cencerros anunciaban a lo lejos el despertar temprano del ganado. Cintu miró calle arriba, con la esperanza de encontrarse con su amigo, quien sabe si había tiempo todavía, y podrían compartir escondidos en la cambrilla, como cada mañana hacían mientras las cabras se desperezaban, un último celtas juntos.

Pero aquella mañana, todo era diferente.

Aceleró el paso nervioso, su cuerpo parecía bailar dentro aquel traje holgado y sus pies iban marcando un ritmo desconocido, aquellos zapatos tenían vida propia y llevaban a Cintu a un viaje largo, sin retorno. El mundo se abría ante él, grande, misterioso, prometedor, suculento, pero también devastador y hambriento de ilusos pueblerinos… atrás quedaba lo viejo, lo usado, lo que ya no sirve, y también quedó atrás, un pedazo de él mismo, agarrado sin remedio a las piedras y al barro seco y viejo acumulado por las mañanas lluviosas que conformaban aquella calle gastada por el uso.

Pronto divisó a “La Catalina” rugiendo y soltando humo. Vio muchas veces partir a aquel viejo autobús rumbo a una promesa de vida fuera de tanta miseria. Hoy le tocaba a él. Su excitación aumentaba por momentos, mientras, trataba de concentrar toda su vida, en un pequeño macuto con lo supuestamente imprescindible.

– ¡Bom día, Cintu! ¡sí que madrugaste hoy! – le saludo cariñosamente Pechu, el chófer.

Cintu sonrió, era una sonrisa nerviosa, a la vez que le daba su macuto para que lo colocara junto a los demás, formando un puzzle imposible en la baca.

Junto a él, otros muchos madrugadores, algunos iban a la capital a diferentes menesteres, otros, como él, iniciaban una aventura incierta pero alentadora. Pepito “el palo”, Julito el de “la tía chozas” ó Ricardo “el chico”, todos compartían el mismo brillo en la mirada, una mirada puesta mucho más lejos de todo aquello que los vio crecer.

Se disponía a subir al viejo autobús, cuando a lo lejos, oyó algo que le hizo retroceder, ahí estaba, su amigo, ese silbido y esa voz que tanta presencia le regalaba:

– ¡Cintu, Cintu…! – se oía gritar, mientras agitaba sus brazos en el aire –

Al fin llegó hasta él, la respiración entrecortada, las mejillas rojas y cortadas por el frío y esa sonrisa cómplice que ambos conocían muy bien.

– ¡ Uyy, por poco te pillé!, mire que se va dejando a este compadre cojo…

Se fundieron en un fuerte abrazo. No pudo hablar. Si hablaba llegaría el llanto. Él a sus diecisiete años, era ya un hombre, y los hombres no lloraban.

– ¡ Venga Muchacho! ¿acaso quiere quedarse en tierra? – le instó Pechu.

Se soltó de su amigo, esquivando su mirada, no fuera a ser que en el último momento se arrepintiera de la decisión tomada.

Una vez en su asiento, «La Catalina» anunció su partida con un último rugido que calcinó el aire gélido de aquella mañana de invierno. Cintu, con la mirada borrosa y distorsionada puesta en el resto de viajeros, alcanzó de reojo a ver la mano de su amigo agitarse en el aire. Fue entonces, cuando, en la soledad de su asiento, lloró como un niño y también como un hombre.

Lloró por sus padres y hermanos, por el sabor de las sardinas rancias y el olor a café y migas recién hechas. Lloró por sus cabras, por sus pies callosos y doloridos y por su hermana muerta. Lloró por la hoguera de noche buena y su misa del gallo, lloró por el hambre y el dolor de barriga. Lloró por la noche tocando a muertos hasta el amanecer y por los guisos de gato en los tiempos de zambombas, y siguió llorando, hasta que en algún momento, se quedó dormido.

Llegó a la capital bien entrado el día, allí cogió un tren dormitorio, al mirar por la ventanilla comprobó como las encinas y alcornoques, fueron desdibujándose del paisaje. Tuvieron que transcurrir todavía más de veinticuatro horas, hasta llegar a su destino. Al bajar del tren le esperaba su tía María.

– ¡ Cómo has crecido! ¡casi ni te conozco! – alcanzó a decir mientras le besaba visiblemente emocionada.

Juntos, tomaron un último autobús que les dejaría en aquel pueblecito de interior que lindaba con la costa catalana.

Al llegar, su tío les esperaba para cenar, butifarra con pan redondo y habas refritas con ajo y patata. Un festín que nunca olvidaría.

– Coge fuerzas muchacho, estás muy delgado, si el capataz te ve así de flacucho, dudo que quiera contratarte.

Antes de dormir, echó un vistazo a aquel cuarto humilde pero limpio y apañado, era mucho más de lo que alguien como él podía soñar.

Nunca había trabajado para un payés, pero se prometió aprender rápido.

Y arropado por el olor a jabón de tajo y lavanda de las sábanas blanqueadas al sol, cayó profundamente dormido.

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