Así empezó todo…

«No quiero leer, ni entender. Solo leo y entiendo lo que sé. Lo qué sabría, tal vez lo que me dijeron y me obligaron. Pero al saber supe, y quizá no sé el qué. Pero cuándo quiero, aprendo. Y cuando leo sé».

Mi gran amigo Edgar. Gran intelectual corrupto en su expresión pero todo lo contrario en su profesión. Menos mal, era de los poco de vocación en salvar vidas por un trato económico. O al menos así me lo vendía. El doctor.

— ¡Edgar! ¿Sobreviviré? ¡Mojate y contesta!

Le digo a grosso modo insultante.

— ¡Contestame por favor y no te quedes callado! ¿Sobreviviré?

El rostro de mi amigo era pálido, sudoroso, y con una voz tenue me contestaba.

— Debes descansar, los narcóticos irán haciendo sus efectos.

De manera leve yo iba perdiendo la conciencia, solo quería dormir.

Todo comenzó cuando me encontraba en un pequeño poblado pesquero situado en la costa noroeste de Escocia, en Reino Unido. Mi casa la tenía en un territorio pedáneo a Stonehaven. Estaba terminando mi última novela, cual aún no tenía su título.

La habitación en la que me hallaba sentado en mi sillón, era en la que pasaba el mayor tiempo del día. De manera pausada paraba, para agudizar el ingenio. Miraba hacia la izquierda, solo observaba una perspectiva cuyo paisajismo no podría ser pintado por William Ritschel, bellos acantilados escarpados sobresalían soportando el fuerte oleaje. Volvía a pulsar el teclado y de manera paulatina escribía el final de la obra. Era la última. Una perturbadora historia en la que el principal personaje, Cristian, muere. Al poco tiempo, quedé dormido.

Desperté aturdido. Había tenido un sueño surrealista, donde aparecían copiosas caricias con Aileen. Era tarde, y ella no había aparecido en todo el día. Me extrañó, llevaba años viniendo como asistenta a casa sin faltar ni una sola jornada, y le teníamos un aprecio cariñoso.

Me acercaba a la consola, y ojeaba el teléfono observando que había un mensaje. Pulsaba la tecla de recepción de audio.

«Hola cariño, disculpa que te haya llamado hoy tan tarde. Me llamó Aileen y me comunicó que no iría hoy para casa. Yo me encuentro bien, sigo reunida aún aquí en Berlín. Espero que hayas terminado tu obra. Tengo ganas de verte pronto por Madrid. Te quiero, un beso».

En el principio de la luz del día, arrancaba el coche y comenzaba a conducir. El día se nublaba, e iniciaba una intensa lluvia. El ruido continuo del limpiaparabrisas me hacía pensar en que redujera la velocidad. No veía nada en la carretera. A la improvista, las ruedas traseras desgastada del automóvil no controlaban un aquaplaning. La pérdida de tracción y control por mí parte, hacía dar varios zigzag en la carretera donde daba con varios choques a las rocas de alrededor, y me situaba en un balanceo cercano a un precipicio. Las dos ruedas delanteras sobresalían al abismo. Las intensas gotas de agua borraban las huellas calcinada del rastro. Una herida amplia en la cabeza ensangrentaba mi desfigurado rostro. Gemía de dolor y perdía la conciencia.

Un hombre estropajoso con un pijama y de unos cuarenta años entra en un fastuoso despacho.

— Siéntese y póngase cómodo Cristian Martín.

— Sí, señor.

— Cristian, sabiendo usted quién soy. El director de este psiquiátrico, he querido atenderle en persona. Después de sus vente años como paciente con graves problemas de bipolaridad, histeria y trastornos de inestabilidad emocional. El equipo médico que le ha tratado durante estos años, ha decretado, que está usted sano de su mente. Puede usted hacer su vida normal y nunca deje de escribir. Leí varios de sus libros y me considero uno de sus admiradores. Me hacía un guiño acompañado de una sonrisa maligna y diabólica, me despedía de él, a la vez que se cerraba la puerta. Una vez a solas el rostro del director se desvirtuó; en su metamorfosis aparecía la imagen de Aileen.

A la salida del manicomio una muchedumbre de fotógrafos y periodistas no paraban de echarme fotos y hacerme preguntas. Se empujaban unos contra otros para lograr la mejor instantánea.

Aileen recibió una llamada telefónica, era del hospital. Terminaba de comprobar que todo el líquido viscoso extraído del coche quedaba evaporado en un intenso fuego. Llegaba a la clínica.

— ¡Dr. Edgar! ¿Cómo se encuentra Martín?

Con una mirada de tristeza y desesperanzada, solo con un cabizbajo gesto, se lo comunicaba todo.

Ella con lágrimas en los ojos se dirigía hacia el cuerpo sin vida que estaba tumbado en la camilla. Les pedía por favor a los celadores que la dejarán dar su último abrazo a Cristian Martín. Acercándose al frío y suave rostro, le susurraba a su oído unas breves palabras.

— Señor Martín, como siempre me gustó llamarle. Tú no estás muerto. Parte de la sangre que fluye por mi cuerpo es tuya. Un maravilloso ser, crece en mi vientre.

De manera seguida se inclinó ayudada por la mano de uno de los celadores y ellos continuaban con la camilla hacia la morgue.

Aileen volvió a casa del señor Martín. Contemplaba una luz roja en el teléfono y pulsaba el pequeño botón gris de caucho.

«Buenas tardes señor Martín, mi nombre es Adelfried. Me comunico desde la central científica de la Interpol en Berlín. Siento transmitirle que su mujer ha aparecido muerta por causas naturales en la habitación del hotel. Nada más que usted pueda, póngase en contacto con nosotros».

A continuación del ensordecedor pitido, la notificación fue eliminada.

Pasaron unos meses; y la policía después de sus pesquisas, sacó la conclusión de que por un fallo en los líquidos de frenos del vehículo y la poca visibilidad por el temporal fue el detonante y el cierre de la investigación del trágico accidente. Así lo hicieron, a saber: por la prensa.

De tal manera lo leía Aileen en casa. Mientras con un gesto sonriente en su maldad se acariciaba la gestada tripa. Y a la vez, pronunciaba…

— Te llamaré Martín.

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