«¿Que en España hay mucha envidia? ¡Demasiada, demasiada! ¡Y lo grito para mis adentros en voz alta! ¡Ay, si hasta el careto se me ha transfigurado irónico! ¡Cuánto baboseo de malas intenciones salivan por mis colmillos! ¡Uy, qué histérica por Dios! Saco la lengua y hago gestos de burlas con los ojos desorbitados.
»Pues eso es lo que pasa conmigo –pienso con la cabeza gacha– ¡Que me tienen demasiada envidia! ¿Vale? Lo afirmo enérgicamente. ¡Ya quisieran muchos llegar hasta donde he llegado! ¿Me entiendes? ¡Y ganar la pasta que gano! ¿Sabes lo que te digo? Me entiendes, ¿no? Me encanta repetirme esto una y otra vez mientras me miro en el espejo del camerino –sola, como siempre– con estas manchas blanquecinas de ciertas sustancias alrededor de la nariz, que se remolinan en la esquina de la mesa junto a mi bolígrafo bic –cristal color azul– destripado a conciencia hasta esculpirlo y dejarlo con la forma de un canutillo. Ahora voy a comenzar unos ejercicios respiratorios para elevar desde los infiernos mi autoestima reforzada con cimientos de barro. Muevo los hombros hacia atrás varias veces, a continuación, levanto el dedo índice de la mano derecha. Después el de la mano izquierda. Giro la cabeza de un lado hacia el otro e intento encontrar la relajación que necesito. Con el tono de mi voz cuasi ronco, chulesca y, sobre todo, choni, saco a flote el alma de tigresa de zoológico que siempre me caracteriza para ser idolatrada por millones de compatriotas –sus aplausos encendidos los escucho como si estuviese sentada en el salón de sus casas–, a lo mejor se creen que van a ser elegidos para ostentar el título honorable de GHA (Gilipollas Hispano Aburrido). Ninguno de ellos es barriobajero ni carnívoro de filetes con patatas aderezados con salsa rosa. ¡Faltaría más! ¿Que no?».
«Toc, toc, toc», varios golpes secos irrumpen desde el otro lado de la puerta.
«¿Quién leches será?».
—¿Se puede, mi reina?
«Esa voz me suena, es la que va de simpática y apaciguadora…».
—¡Entra, Electra! ¡Ah y no vuelvas a llamarme reina, coño! Yo soy una princesa. La princesa del pueblo por reclamación popular —enfatizó esto último con la mirada perdida y ebria. —Y si fuera Ministra de Cultura —prosiguió— la mayoría de los niños en edad escolar tendrían más tiempo de ver la tele y de estar con la familia, no todo va a ser estudiar y estudiar. Conmigo, eso no pasaría ¿Vale?¿Y el dinero que ahorraría yo a los padres en propamangas electorales y excursiones gratuitas? Yo me propago solita y con eso me basta y me sobra, ¿me entiendes? Hay que votar o botarme. O al revés, qué sé yo. —«Se me enredan las neuronas, lo presiento en mi cerebro»— Soy una celebrities muy cultivada. El otro día envié por correos un telegrama para darle el pésame a los familiares de un tal don Miguel de Cervantes. No sabía que había muerto el pobre hombre.
—Como mandes, princesa. —Bueno, «vayamos al grano, imbécil», pensó Electra. —Hoy te voy a maquillar y te pondré más guapa que la Julia Roberts —le sugirió la estilista con un tono suave y falso para calmar a la fiera, a sabiendas de cómo se las gasta doña gruñona antes de ponerse delante de las cámaras de Telefive. Lleva de atuendo un vestido blanco hasta las pantorrillas. Un escote en forma de V de Vendetta. Sandalias de tacón alto color rojo carruaje.
«Ya estoy preparada para llenar mi cuenta corriente a costa de los cotillas autodidactas de este país. Salgo del camerino sin estilo, basta y chocarrera. Sin chispa ni garbo. Sé que da que pensar que mi ausencia de elegancia existe porque esta ha sido víctima de una terrible liposucción –al igual que demasiadas partes de mi cuerpo– en los quirófanos de las imperfecciones. Personifico la incultura elevada a un nivel tan vergonzoso que antes prefiero empaparme de las noticias de corrupción que veo y escucho a diario. Incluso España iría bien —y ya no sería España— si no desayuno con la implicación por corrupto y puto de algún alto cargo público de los que manejan el poder, cuya alma, por cierto, emite un hedor a la FNMT. Son dos formas muy distintas de sentir vergüenza ajena. Los políticos, al menos, entran un tiempo en la cárcel. Pero yo, o sea, Blancanieves, sigo bebiendo y viviendo del cuento… Hay quienes me etiquetan de “madre coraje”, lo cual sí es un insulto hacia las auténticas leonas. Yo no quiero saber nada. Paso de todo.
»Ahora sí que comienza el espectáculo. A ver, voy a echarle un vistazo a los cuatro renglones mojoneros del guion y el resto a improvisar con naturalidad, como siempre. Estoy hasta el mismísimo coño de tantas luces, cámaras, estrés, tensión y poniendo cara de amargada permanente. Abro el telón de mi vida íntima, inventada y confabulada para que los demás se lo crean. Insulto, lloro, río, llego a las manos. Aplausos. Adrenalina.
»Pongo mis cinco sentidos para que nadie pierda detalle alguno de lo que pasa o deja de pasar en la vida del otro o de la otra. Solo quiero que éstos pobres diablos sigan disfrutando de este programa favorito que me da mucho, mucho dinerito. ¡Cuánto disfruto, joder! Me da igual que digan que yo solo hago telebasura. ¿Qué es lo que va a haber en este putiferio?».
Con esta brutal interpretación, Inés puso en pie a todo el Teatro Principal, recibiendo una ovación prolongada durante varios minutos. El sudor le resbalaba por la nuca y las mejillas. La luz de los focos la cegaban. Puso la mano en el frontal, a modo de visera, para poder ver con claridad. Se inclinó varias veces mostrando agradecimiento hacia el respetable. Su monólogo fue todo un éxito. Un espejo de un camerino, una carpeta sosteniendo un guion y un plató de televisión de un programa rosa conformaban la puesta en escena.
Dos días después, ya había sido denunciada.
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