Haciendo horas extras

Haciendo horas extras

Mariano E.

04/06/2018

Johnny caminaba junto a la piscina escuchando atentamente al que lo había llamado a su móvil. Una bata de seda cubría su cuerpo y unos anteojos Chopard disimulaban los estragos de la noche anterior. Con parsimonia, se sentó al lado de la mesa que estaba más cerca a las palmeras.

–¿Y tiene que ser hoy? –comentó con voz gangosa; no tan divertida, no tan entrañable. Abrió el pico para replicar pero, prefirió callar.

Colocó una hoja de papel de arroz sobre la mesa y comenzó a desmoronar un moño de marihuana sobre ella.

–¿La verdad? me parece el colmo –Una mueca de fastidio enmarcaba su rostro–. ¿Y por qué no llamas a la tontarrona y a sus siete escleróticos amantes? o a los…

Johnny tomó aire y decidió no interrumpir. Mientras escuchaba, se dedicó a enrollar el porro y a pegarlo con la lengua. En su cara, se asomaban sin reparo los rastros de una vida plagada de bohemia y excesos. Una sombra gris oscurecía el contorno de su anaranjado pico y unas cuantas pecas hepáticas florecían impávidas junto a sus sienes donde las plumas comenzaban a escasear.

Sacó un Dupont-Ligne 2 del bolsillo y encendió el porro.

–Vale… como quieras –contestó despectivo, dando una gran calada–. ¿Te parece bien que, a eso de las 11:00 comencemos la primera presentación? –Su rostro se endureció–. ¡Ok! 10:30. Por treinta minutos no me voy a… –Se quedó mirando la pantalla del móvil; su interlocutor le había colgado.

­–Hijo de la gran…

Johnny se contuvo. En su rostro más que ira, había indignación. Tras mirar la hora en su Patek Philippe se acercó hacia la baranda. Sus palmípedos pies se apoyaban cómodamente sobre el piso de la terraza; el frío nunca le había incomodado. El efecto de la hierba comenzó a dilatar sus sentidos más allá de los suaves umbrales de la divergencia.

–Más de ochenta años animando las fantasías y los sueños de otros. Cuántos, salpicados por tu puta tiranía.

Sus ojos se posaron sobre los contornos del castillo, trazados con un deslumbrante contraluz cobrizo y ululante.

Su mente divagó y lo llevó a rememorar –allá por los 40´s–, cuando un prometedor escritor se había apoyado contra esa misma baranda comentando que ese tenebroso castillo se parecía mucho al que él había imaginado para uno de sus personajes: Saurón. En esa ocasión, el comentario había generado muchas sonrisas entre los asistentes a la fiesta. Tiempo después, entendió que eso había sido una epifanía.

Un leve carraspeo lo sacó de su viaje.

–Pero mira nada más y nada menos, a quien me encontré torciéndose y suspirando como un mariquita –comentó Frank, con un acento cubano muy marcado.

Johnny no se volvió; no hacía falta. La larga sombra del sabueso ya se estaba proyectando sobre la baranda. Frank se encontraba junto a las escaleras que ascendían desde la mansión sosteniendo entre sus manos dos vasos y una botella de Old Pulteney.

–¿Dónde te habías metido? –preguntó Johnny, mientras le ofrecía el porro–. O más bien: ¿hubo suerte anoche?

Frank se acercó moviéndose con garbo y chulería. Vestía camisa blanca, pantalón negro y unos hermosos Berluti. Rechazó la oferta del porro. Puso los vasos sobre la baranda y sirvió una generosa cantidad de whisky en cada uno. De una bolsa de plástico sacó una roca de cocaína que comenzó a raspar sobre la baranda con su tarjeta Amex Centurion.

–Para ciertas cosas la etiqueta exige que no tengamos memoria, Johnny.

–Cierto, cuando de caballeros se trata –sarcástico–. Algo que tú y yo nunca hemos sido.

Frank lo miró, sonriendo, con una expresión cargada de complicidad. Trazó cuatro largas líneas y le ofreció un billete de cien, enrollado. Johnny dudó un segundo pero, al final, se agachó sobre la baranda.

Frank se lo quedó mirando pensativo, luego, desvió su mirada hacia el castillo. En su alargado rostro se percibía una gran contrariedad.

–Nos toca ir hoy, ¿verdad?

Johnny se levantó sacudiendo el exceso de polvo en su pico. Tomó el vaso de whisky y de un trago lo dejó vacío.

–Ese hijo de puta quiere que comencemos el espectáculo a las 10:30 –Frank lo miró estupefacto–. Así es, tenemos escasamente una hora para alistarnos.

Frank se apoyó contra la baranda apuntando con un rifle imaginario hacia el castillo encantado. Johnny imaginó con notorio placer la trayectoria del disparo mientras movía su lengua de un lado a otro por su adormecido pico.

Johnny se volvió hacia la mansión recordando algo.

–Oye… ¿Michael y su esposa, qué?

Frank no dijo nada, tan solo se volvió hacia él sonriendo y guiñando un ojo. Bebió un largo trago de whisky y se dedicó a observar el fondo del vaso, complacido. Johnny lo miró con suspicacia y entendió.

–¡La madre que te parió!… ¿otra vez, Frank?

Frank llenó su vaso casi hasta la mitad mientras pasaba su dedo índice sobre sus encías.

–No volvamos a lo mismo Johnny. Tú ya sabes cómo son ellos cuando se pasan con el perico. Ella se calienta y Michael, pues… ya sabes.

–Sí, ya sé.

–Y no es que me guste mucho que él se siente a mirarnos, pero… ahhh, es que esa rata es una artista en la cama, si vieras como gime y…

–Sin detalles Frank, no quiero saludar a los niños con aliento a vómito.

Frank lo miró un instante, serio… Luego, soltaron la risa.

Preparó otro par de líneas sobre la baranda mientras Johnny servía el whisky. Un mayordomo se acercó con un buzo azul de marinero y una gorra blanca. Dejó las prendas con exquisita elegancia sobre el respaldar de una silla y se marchó, solemne.

Frank y Johnny se quedaron mirando el traje. Frank levantó una ceja.

–Tienes que cambiar de estilo, Johnny. Por uno menos gay.

–Cierto, y tu tienes que dejar de hablar como si tuvieras un tumor en la cabeza.

Los dos amigos se recostaron contra la baranda haciendo chocar sus vasos, sonrientes. Cientos de fuegos artificiales comenzaron a estallar sobre el castillo.

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