Llegó como cada mañana. Cansado. Tras treinta minutos de metro, una hora de tren de cercanías, quince minutos de autobús y un paseíto de otros quince, tiempos todos ellos convenientemente adulterados por los habituales, aleatorios y estériles períodos de espera, excepción hecha del tonificante paseo final. Y pese a ello, el prolongado período de confinamiento en los transportes públicos tenía su parte buena. Podía leer, hacer crucigramas, sudokus, escuchar música, darle al wasap o ejecutar cualquiera de las innumerables actividades disponibles en la cajita mágica en que se habían convertido los móviles. En total, una hora y cuarenta y cinco minutos que podía dedicar a no pensar en lo que le esperaba. Una jornada más. Aunque la felicidad nunca era completa. El primer problema era el paseíto matutino, al que sus allegados siempre le colgaban el tópico de «saludable». Mientras avanzaba, a medida que vislumbraba y se acercaba la desconchada, impersonal y solitaria nave industrial, desaparecía el indudable beneficio aportado por el ejercicio físico, el cual resultaba arrumbado por el creciente recuerdo de lo que dejó ayer pendiente. Y por si esto fuera poco, empezaba a tomar cuerpo la inacabable cantidad de tareas rutinarias del día y el convencimiento, también rutinario, de la recurrente e inmisericorde generación espontánea de tareas nuevas que por su propia naturaleza salvaje, resultaban absolutamente implanificables y en su mayor parte, también, absolutamente irrealizables. Pero aún había más. Sobre esta última fase del proceso de aproximación pendía, cual espada de Damocles, la incertidumbre climatológica, capaz de convertir el bucólico camino forestal en un barrizal intransitable, aunque, afortunadamente, hoy lucía un sol radiante. Y esta circunstancia, combinada con una desusada puntualidad y ausencia de fenómenos espurios destacables en el transporte público, le pareció un buen presagio. Inspiró profundamente, abrió la puerta y entró.
Trabajó, trabajó y trabajó. Eso es lo que hizo (o creía que hizo). Sin tiempo ni de confirmar el supuesto buen presagio. Y por descontado, sin disfrutarlo. Paró para comer (por decir algo) y siguió, siguió y siguió. Sin planificación alguna. Apagando fuegos. Con plena conciencia de no estar haciéndolo bien. Porque su «trabajo» no era poner tornillos. O montar conjuntos de piececitas. O dar martillazos. Era recibir los pedidos. Era organizar la producción. Era comprar. Era controlar la calidad. Era preparar los papelotes. En resumen, al decir de los que hacían realmente el Trabajo, era un chupatintas. Y lo hacía todo mal. Y era consciente de ello. Y lo más frustrante era que lo sabía hacer bien, Quería, pero no podía. No le dejaban. Y tenía el presentimiento de que lo que le daba valor a su, digamos, «trabajo», lo que valoraban de él, era lo bien que hacía las cosas mal. ¡Qué paradoja! La calidad invertida. Hacer bien lo que haces mal. Y así, «trabajando» mal de la mejor forma posible, sin tiempo para introspección existencial alguna, llegó el fin de la jornada, Y entonces cayó en la cuenta de que era viernes. Inspiró profundamente, abrió la puerta y salió.
Y allí estaba. Bajo el cielo. Frente a las montañas. Al inicio del largo periplo que le llevaría de vuelta a la ciudad, a la seguridad del hogar. Porque, a diferencia de la fría e inhóspita nave, el hogar representaba el regreso a una confortable y cálida estabilidad emocional. Un lugar donde podía intentar hacer las cosas bien. Donde reinaba una rutina predecible. Donde se sentía seguro. Donde podía dar rienda suelta a su comportamiento natural. Y hoy, ahora, en lugar de las pequeñas dosis de autenticidad que se podía inocular en días laborables, tenía ante sí dos días completos. ¿Qué más podía pedir? Sin más dilación, superando el cansancio, inició la fase peatonal del proceso. Luego, subió y bajó, en este orden, al autobús, al tren y al metro. Y llegó de nuevo a casa. Inspiró profundamente, abrió la puerta y entró.
A lo largo del fin de semana cumplió con nota sus deberes familiares. No podía ser de otra forma. Hacerlo le proporcionaba una gran satisfacción. Por ello no le concedía mayor importancia. Y en este entorno amigable y tranquilo solía tomarse un tiempo para reflexionar sobre la interacción entre los dos emplazamientos entre los que transcurría su existencia: la fría e inhóspita nave industrial y la cálida y confortable vivienda familiar. Y, por extensión, entre su desagradable «trabajo» y su comportamiento doméstico. Buscó el momento apropiado y volvió a hacerlo. Y siempre llegaba a la misma conclusión: era una cuestión de equilibrio. Por lo menos en su caso. No creía que se tratase de una ley universal. Pero a él le funcionaba, Mientras le iba peor fuera, necesitaba que le fuera mejor dentro. Y hacía todo lo posible para conseguirlo. Y esto redundaba siempre en beneficio para él y sus próximos. Era la fría e inhóspita nave industrial la que hacía cálido y confortable el pequeño e incómodo agujero donde se alojaban. Era la resignación con la que afrontaba lo mal que hacía las cosas fuera la que le impulsaba a hacer las cosas bien dentro. Y sería un error no reconocerlo. Tenía que dar las gracias a su desagradable «trabajo». Hilando aún más fino, tenía que dar las gracias por tener «un trabajo». Y pensó en su padre, que le hablaba de ciencia ficción. De tiempos pasados en los que uno podía cambiar de trabajo cuando quería. Y esto le llevó a pasar del detalle a la categoría. A tragarse sus sapos. A olvidar la exigua paga. A anteponer el mal menor a un irresponsable, hipotético e incierto bien mayor. Reafirmó su utilitarismo y consecuentemente con ello, tomó una decisión: «mejorar» su trabajo. Y en estas acabó el fin de semana y llegó el lunes. Inspiró profundamente, abrió la puerta y salió.
Llegó como cada mañana. Cansado. Pero antes de entrar, por primera vez, se permitió el lujo de planificar su «trabajo». Desde hoy haría mucho peor las cosas. Tenía margen de maniobra. Inspiró profundamente, abrió la puerta y entró.
OPINIONES Y COMENTARIOS