Marca, sello y firma

Marca, sello y firma

Judith Armele

10/05/2018

Ernesto Guevara parecía ser un tipo normal; aburrido y normal, gris y normal. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Los días de la semana podían variar mínimamente, pero si analizáramos un año en la vida de Ernesto, nada cambiaría mucho. Era soltero, no se le había conocido novia formal, ni siquiera novia informal o mujer de una noche. Vivía solo en una pequeña casa en la calle Gloria de Dios 2525; trabajaba en una oficina rutinaria y aburrida como lo es toda oficina pública; y no tenía hobbies. Bueno, en realidad nadie lo sabía, porque nadie lo conocía como para saberlo.

Cuando llegó ese día al trabajo, saludó con una imperceptible inclinación de la cabeza a sus compañeros, pasó por el box de la morocha de contabilidad y por el del galán de administración sin mirarlos; continuó con sus pasos cortos y rápidos hasta llegar a su oficina. Como todos los días pareció que nadie notó su llegada. Ernesto tenía oficina y no box porque su antigüedad y rango le habían dado ese privilegio hacía algún tiempo. Su oficina era el fiel reflejo de su personalidad: aburrida, casta y gris. Sí, grises las paredes como gris era su semblante.

En la oficina había un escritorio con una silla, un cuadro del anterior ocupante que de tan feo lo había dejado; y una maceta con una planta que sobrevivía en ese ambiente lúgubre a expensas de una lucha diaria contra la falta de agua y de luz. Era como si la planta jugara una competencia con Ernesto a ver quién estaba más vivo, o más muerto…

Se sentó en el escritorio, abrió el primer cajón y sacó una libreta, una pluma, un lápiz, una cajita con clips, un sello, un tintero y un lote de papeles. Todos los días guardaba y todos los días sacaba las mismas cosas de la misma manera. Es cierto que el lote de papeles iba cambiando, aunque no en su forma, sí, en su contenido. ¿Qué hacía Ernesto en esa oficina? ¿Cuál era su función? Eso es aún más aburrido que su vida misma. Ernesto era el encargado de nutrir la burocracia que toda oficina pública debe mantener; sellaba y firmaba el Anexo 3 del Formulario II del trámite último de la Oficina de Registros. El Formulario II, como bien lo dice el nombre, es el segundo de un grupo de formularios cuyo número se eleva a cuatro. El Formulario I, el III y el IV no pasaban por Ernesto, esos iban a las oficinas contiguas, salvo uno que iba a una oficina en otro piso, lo cual era muy conveniente para la agilidad y comunicación entre partes intervinientes. Los trámites salían con tres y hasta cuatro meses de retraso.

Ernesto tomó el primer bloque de cinco hojas engrapadas. Sacó la grapa con las uñas y procedió a hojearlas. Llegado a este punto todo lector debe preguntarse por qué Ernesto no tenía un saca-grapas. Ernesto Guevara parecía un hombre normal, pero no lo era y él prefería usar sus uñas. ¿Por qué? Dudo que alguien lo sepa, incluso él mismo. En la primera hoja hacía una marca con el lápiz. Mientras, mojaba su dedo índice de la mano derecha —sí, era ambidiestro— y pasaba a la siguiente hoja siguiendo el mismo procedimiento hasta llegar a la última hoja donde estampaba el sello, ponía la fecha y firmaba, ahora sí, con la pluma. Luego ponía un clip en el borde superior izquierdo del grupo de hojas y lo depositaba equidistante a cada lado de la esquina superior izquierda de la mesa.

Ese día abrió y revisó el primer grupo de hojas; marcó, selló, firmó. El segundo: marcó, selló, firmó. El tercero, el cuarto, el quinto… Dieron las doce del mediodía. Depositó el lápiz a un costado del bloque de hojas sin revisar, paralelo a la arista derecha y centrado. Corrió su silla hacia atrás, se inclinó para tomar impulso y se levantó. Salió de la oficina con el mismo paso rápido y corto con el que había llegado a las ocho de la mañana en punto y pasó tan desapercibido como en ese entonces. Se dirigió al mismo bar de siempre a comer la misma milanesa con ensalada de todos los días.

Volvió del almuerzo, pasó por el baño y regresó a su oficina para sentarse y continuar revisando y aprobando formularios. Abrió uno nuevo; marcó, selló, firmó. El segundo; su mano se detuvo, sus ojos se congelaron y no pudo respirar. Soltó el lápiz que cayó a la mesa sobre el papel. Tiró la silla al levantarse y salió corriendo de la oficina.

Cuando se aproximaba a su casa se quedó helado ante lo que veía: una niña jugaba en el jardín del frente; la madre la miraba recostada en el marco de la puerta y un perro saltaba de aquí para allá alrededor de la cría. ¿La casa era de otro color? Dio unos pasos y se paró frente al portón de entrada. La niña dejó de saltar. Miró en su dirección y una sonrisa se dibujó en su cara. El perro ladró y comenzó a correr en su dirección. La mujer saludó con la mano y gritó algo que no alcanzó a entender. De repente sintió un frío que lo atravesaba y vio la espalda de un hombre que pareció salir de dentro de él. El hombre se agachó y alzó a la niña mientras ésta lo abrazaba y besaba. El perro le saltaba alrededor. La mujer los alcanzó a mitad de camino y todos juntos entraron a su casa.

Ernesto Guevara sentía frío y veía cómo poco a poco su cuerpo se desdibujaba.

Sobre la mesa de la Oficina Pública de Registros de Defunción, donde se sellaba y terminaba cada proceso con tres o cuatro meses de retraso, el formulario a nombre de Ernesto Guevara sito en la calle Gloria de Dios 2525, permanecía abierto sin marca, sin sello y sin firma.

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