Es curioso cómo uno puede estar ciego ante una realidad que, para muchos otros, es evidente. Pero es en los momentos críticos cuando surge la verdadera naturaleza del ser humano. La auténtica cara siempre sale a la luz.

Pero qué bien tenía pegada esa máscara de «niña que no ha roto un plato» a su dulce y falso rostro. Qué daño hizo esa hipocresía disfrazada de gran sonrisa. Qué daño hicieron esas mentiras convertidas en verdades absolutas porque fueron dichas por ella. Qué daño hicieron esos actos de falso compañerismo que sólo buscaban el mérito propio por una labor ajena.

¡Qué daño hizo!

Por ella, fueron desterrados demasiados de los míos porque estorbaban en sus planes de hacerse con el trono de aquel reino. Por ella, una gran dama, sufrió lo indecible ante el acoso y derribo al que su «majestad» y su «compinche» la sometían a diario.

Por ella..

¡Qué ciegos estábamos! ¡Qué ciega estaba!

Siempre respaldada por los que creíamos en ella, por los que creíamos en su fingida bondad. Siempre respaldada por su bufón, que resultaba ser el tesorero del reino. ¿Se puede estar mejor custodiada? Era intocable. Esto hizo aumentar la frustración de los pocos nobles que fueron suficientemente inteligentes de ver más allá de su mirada cristalina. De los pocos con la valentía de dar un golpe en la mesa y obligarnos a ver la realidad. Por desgracia, ella se los quitaba de encima rápidamente mediante artimañas y seducciones poco éticas, por no decir repugnantes. Y los demás, seguíamos con los ojos cerrados.

Todos fuimos títeres en sus manos. Utilizados para conseguir lo que ella quería, cuando ella quería y como ella quería. Llevarle la contraria no era una opción, en su régimen absolutista, hacerlo significaba el patíbulo.

Fui testigo demasiadas veces de sus injustas órdenes reales pero, con ello, mis ojos comenzaron a abrirse a la realidad que ella trataba de ocultar. Me costó mucho, es cierto, y con mi ceguera permití que grandes nobles y humildes vasallos sufrieran un auténtico infierno bajo la cruel mano de una reina despiadada.

Pero conseguí liberarme de su hechizo. Qué sensación más extraña es esa de ver la verdad. Sin distorsiones. Pero eso me convirtió en su objetivo. Por desgracia para ella, yo no era una presa fácil. Mi lugar en el reino me protegía de su majestad y de su siempre fiel bufón. No creáis que yo era una gran noble, ni que tuviera poder de decisión en el reino, no, yo era una vasalla más. Pero tenía la suerte de trabajar directamente para el noble de más alto linaje, y él fue mi ángel de la guarda. Un caballero para el cual, el honor y la justicia, estaban por encima de todo.

Mientras estuviera bajo su ala protectora, la reina y su bufón no podían atacarme, no directamente, como sí hicieron con otros habitantes del reino. Sus agresiones eran muy sutiles en ese tiempo. Al principio, ni siquiera me di cuenta de que me tenían en su punto de mira, esperando el momento perfecto para abatirme.

¡Qué ingenua fui!

Pero llegó el día en el que mi protector decidió emprender otras aventuras y, aunque seguía ligado al reino, yo dejé de estar bajo su ala y fue ahí cuando empezó mi infierno.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Podía ver su odio por mi reflejado en sus ojos cristalinos. Su satisfacción por saber que por fin acabarían conmigo. Y la superioridad del que se sabe vencedor en la batalla que estaba a punto de comenzar.

Fueron meses duros de un asedio continuo. Sus ataques eran diarios. Estaban decididos a hacerme la vida imposible para que yo claudicara y dejara el reino. No podían desterrarme, fue una orden de mi protector, supongo que él sí vio que me dejaba sola ante leones hambrientos y quiso protegerme en la distancia.

Pero yo no se lo iba a poner fácil. Si querían devorarme, tendrían que luchar con uñas y dientes. Y lo hicieron. Pero cada vez que me tiraban al suelo, yo me levantaba y sonreía. Cada vez que escuchaba sus hirientes comentarios, les miraba y sonreía. Y cada una de las veces que pensé en abandonar, que fueron muchas, alzaba la cabeza y sonreía.

Nada de lo que me hicieran causaba el efecto que ellos esperaban o deseaban. En mi soledad lloraba, sí, pero en su presencia siempre sonreía. No me enfrenté a ellos, eso hubiera sido peor, simplemente opté por fingir que ignoraba sus ataques. Pero no pude hacerlo durante mucho tiempo. Había acabado con su paciencia.

Viendo que no abandonaría la batalla, tuvieron que recurrir a artes aún más oscuras de las que ya habían utilizado contra mí.

Mis iguales, y algunos de los nobles que me apreciaban, espectadores todos de una guerra en la que no podían intervenir, me preguntaban por qué no escapaba a reinos más compasivos, teniendo, además, esa oportunidad. No entendían por qué no huía del infierno en el que se había convertido mi día a día. Era simple, no les dejaría ganar. Se lo debía a todos los caballeros, damas y vasallos que ya habían pasado por el averno en el que yo ahora me encontraba, y por aquellos que irían después de mí. Y no les iba a dar la satisfacción de verme vencida.

Pero su último ataque fue el definitivo. Tan descarado, que ahora planeaba sobre la reina la amenaza de su derrocamiento. Pero era una amenaza vacía, cuyo objetivo era evitar que yo recurriera a los grandes de la justicia. Aquella impunidad terminó por derrumbar los muros de mi determinación y, a las pocas semanas, huí de las llamas de su odio dejando atrás mi alma calcinada.

Pero no vencieron. Toda la rabia, frustración y dolor que acumulé durante ese tiempo hizo que comenzara a escribir. Así que no puedo hacer otra cosa que darles las gracias. Gracias por hacerme vivir un infierno, porque a través de él he llegado al cielo de las palabras.

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