La vi de nuevo cuando caminaba del parqueadero al trabajo. A unos 20 metros de ella creí que iba hacia donde me dirigía. A unas dos cuadras de la recepción del edificio donde quedaban las oficinas de la inmobiliaria, tomó otro rumbo: subió por la 35 como hacia el Parque Nacional. Quise seguirla pero el reloj no hacía ninguna complicidad: las ocho menos siete. Cincuenta pasos antes de entrar al lobby se desató la lluvia lavando de la mente cualquier imagen recibida de su joven rostro.
El conserje saluda – ¡Buenos días ingeniero¡ ¿se mojó? -. Simplemente respondí: – No, que va¡ – despachándole una sonrisa irónica mientras sacudía el agua del impermeable gris. Llegué al escritorio y una columna interminable de folios amenazando con derrumbarse esperaba mi llegada para ser revisada. Apagar las imágenes del camino, cambiar el plano, ponerse en modo “revisemos, pues”.
La mañana discurrió sin eventos dignos de mencionar. Otro martes, pensé, cuando el reloj puso sus manecillas del centro hacia la vertical. “Hoy Almorzaré comida de mar”. Ninguno de los insulsos de mis compañeros se inmutó cuando me paré. Salí solo, como vengo haciendo costumbre. Preferí evitar la falsa cordialidad de reír con el torpe humor de los colegas y su manía de andar criticando todo lo que no son capaces de hacer por su propia cuenta, y se babean por lograrlo. Para el hambre y el antojo bastará el restaurante de comida “Pacífica” ubicado en frente al edificio. Una posta de sierra frita con guarniciones de yuca cocida y ensalada de lechugas, tomates y cebollas, acompañados de limonada endulzada con panela bastarían. Comí sin afán, viendo noticias en un ruidoso televisor. Nada digno de mencionar: políticos descubiertos en pillajes del erario público, asesinatos, guerras locales y extranjeras, accidentes, desastres naturales, futbol, homosexuales haciendo chismes de farándula y reinas. Alguna imagen emitida evocó el recuerdo del rostro de la joven temprano en la mañana. Traté de rehacer sus facciones, su figura, su uniforme, su caminar. Fue inútil: sólo pude visualizar un bulto borroso, amorfo, sin espíritu. Su imagen se desvaneció y maldije este atiborramiento de información en el cerebro a causa de un esfuerzo mal remunerado enriqueciendo a mis empleadores y a nadie más, y de una banal y alienante televisión. Amargado y tomando un último sorbo del café que el mesero sirvió complaciente, tuve el impulso de mirar por la ventana hacia la calle tratando de disipar la emergente cólera.
En principio no vi nada en especial. Divagué entonces: recorrí los letreros de los nombres de los almacenes de enfrente; re dibujé el poste de la iluminación pública, las juntas de ladrillo en las fachadas de los edificios, las losas de concreto agrietadas en el andén, el musgo en las grietas; volé con los papeles y bolsas plásticas arrastrados por el viento, traté de contar las gotas de llovizna que se estrellaban en la ventana. Todas imágenes borrosas, gastadas, repetidas, calculadas. “Mirar es elegir” dijo John Berger, recordé. Algo llamó mi atención más allá de la esquina de la 38 con 13ª hacia el sur: alguien parecía mirar hacia donde yo estaba. Mis lentes habían quedado sobre el escritorio en la oficina. – !Qué pereza lluvia y lentes mojados¡ – dije. A esa distancia no era capaz de reconocer quién pudiera ser. Miré el reloj: una y quince pm.
Decidí ir a ver. Pagué con un billete de 50 y no esperé el cambio. El cajero me dijo que lo guardaba para cruzar cuentas mañana. Asentí. Al pasar el umbral de la puerta confirmé que esa persona más allá de la esquina aún seguía allí. Tomé aire y me dispuse a ir. Mentalmente re-intenté dibujar el rostro de la joven de la mañana, delinear los pliegues de su vestido con movimiento ondulado en el ventarrón, la trama a cuadros de su falda y el trenzado de lana en su sweater, el lustro imperfecto de sus zapatos más abajo de unas medias blancas que superan la rodilla. Pude ver sus ojos trémulos, el rictus de la comisura de su boca en un gesto de adolescente tan incierto como inmoral, sus bucles desordenados pendiendo de sus sienes acariciando su afilada e inquieta nariz, su tez pálida, labios morados, húmedos y ojeras marcadas evocaban su humanidad adolescente, desafiando al frío de esta ciudad tan gris, las pulseras en las manos tintineando con su paso sincopado y su mochila guindada del hombro izquierdo con un pañolón amarrado a las tirantas. Sentía la interpelación a cualquier atisbo de castidad por parte mía. – Es como un fantasma de mi juventud – precisaba en mi interior al verme remembrar viejos recuerdos idealizados de aquellas amigas contemporáneas en el ardiente advenimiento a la sexualidad. Algo no encajaba. La llovizna arreciaba, se convirtió en lluvia. Gotitas en la cara espantaron la ensoñación. Igual, resuelto, bajé de la acera a la calzada vehicular. La 38 al caer sobre la Caracas es una calle de tráfico denso y lento para vehículos pequeños con parqueos al costado norte. Crucé entre los carros.
Algo ocurrió. Abrí los ojos. Una pequeña lámpara led en el centro de un techo bastante bajo para ser una habitación. Todo tambaleaba y sentí algo aprisionando mi cuello, mis manos, mi cara. Una suerte de pitos y vítores ensordeciendo desesperadamente. Tenía puesta una mascarilla de oxígeno, un cuello ortopédico – identifiqué -, una voz tranquila decía que todo estará bien. Recuerdo saborear herrumbrosa la sangre en la boca. Pregunté qué pasó con el de la moto. No supo decir nada. Por lo pronto sólo esperar. La ambulancia llega al área de urgencias en la clínica Palermo. Algo se torna blanco, como una nube helada. Vuelvo a abrir los ojos. De repente, la joven me mira. Sus ojos castaños, su falda a cuadros, sus medias blancas, su sweater de lana y sus bucles cosquilleándole su nariz. Ya sin mochila pregunta mi nombre. No acato decir nada. Luego los médicos, el tomógrafo, las vendas, las inyecciones.
No la volví a ver. Pero ahora recuerdo.
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