Los años que me queden

Los años que me queden

Bea Lo Be

03/05/2018

Llego como cada día a la misma hora. Al menos hoy hace Sol. Ahí estamos mis compañeros y yo en ese sótano con ventanas altas y rejas, dejándonos ver solo un ápice de lo que parece ser un buen día. Me siento frente al ordenador para mirar los mensajes “Espero que no haya fallecido ninguno” Pienso mientras abro la bandeja de entrada. Es extraño ver la muerte tan de cerca a diario. No obstante, soy realista, trabajar en una residencia de ancianos significa asumir ciertas situaciones, por muy desagradables que parezcan.

Ya llega mi grupo, me toca empezar a trabajar. Mientras unos entran por la puerta, otros se van acomodando en las sillas. Los que van en silla de ruedas se quedan pasivos a mi cargo mientras busco hueco para colocarles. Al fin consigo colocar a todos ellos y toca empezar con la sesión. ¿Hoy qué toca? Lenguaje. Comienzo con ellos, cada uno en su nivel. “Dime palabras que empiecen por la letra M”. “Mierda” me dice uno de ellos, mientras el de al lado se empieza a reír de forma nerviosa. Esto provoca que la persona de enfrente se enfade insultándole, llamándole maleducado y grosero. Allí tengo que irme corriendo para que no se levante de la silla y haya posibilidades de caerse. Se me caería el pelo. Cada día me siento con menos fuerzas de seguir con este grupo. Cada día son 20 personas con alzhéimer avanzado a las que tengo que tener en calma, vigilar que no se caigan, que no se agredan y además, hacer terapia cognitiva con ellos. Cada día pienso si la terapia está bien organizada, si quizás, sean demasiados para abordarlo yo sola. No obstante mis pensamientos y opiniones no cuentan nada. Yo solo soy esa persona que tiene que hacer lo que le dicen. Una mandada. Si pudiese, al menos hablar, diría que no es justo. Que no sirve de nada hacer con 20 personas, terapia en 45 minutos, de los cuales, 20 minutos los dedico a colocarles para que quepan en esa sala y a intentar calmarles para poder hacer algo con ellos.

Luego toca el siguiente grupo. Al menos con este puedo razonar. Este grupo me resulta más ameno. Con ellos puedo hablar de cualquier cosa, plantearles actividades e incluso, excursiones. Como rutina, realizamos fichas de trabajo. Me encanta verles cómo se toman la terapia. Para ellos es como hacer un examen. Simplemente son fichas que realizo en el ordenador en las que tienen que escribir lo que les pido, pero para ellos, puede que sea lo más interesante que les ha pasado en todo el día. A veces, mientras les miro, me pongo en su lugar. ¿Cómo me sentiría yo si estuviese viviendo en una residencia? La verdad, me resulta impensable. Su rutina resulta siempre la misma, sea lunes, miércoles o domingo. Les hacen levantarse a la hora establecida, un horario para desayunar, un horario para comer y otro para cenar. Y no te dejan acostarte tarde. Me resulta bastante triste pensar que, siendo una persona que me puedo valer aún por mí misma, tenga que estar atado a horarios y restricciones. O quizá no sea del todo independiente, pero mi mente enferma piensa que puedo realizarlo, que puedo hacerlo. Y la hora de la verdad, vienen unas chicas vestidas de blanco a decirme cómo tengo que hacer mis cosas, cuándo tengo que desayunar e incluso, cuándo tengo que hacer pis. Esas ideas me abruman demasiado.

Vuelta a la realidad: El trabajo. Aún tengo que realizar el último taller, el ocio. Éste es el que más me gusta sin duda. No solo porque se me haga más ameno, si no porque veo que ellos lo disfrutan y eso para mí, es lo más importante. Para eso estoy allí ¿no? Quizás no pueda hacer que recuperen capacidades que hayan perdido, no soy maga, pero al menos, el tiempo que esté yo allí, que disfruten, que se evadan de esa realidad, que lo que les quede de vivir se les haga ameno y que, no solo yo, si no todo el equipo les den el cariño que se merecen. Una palabra tan sencilla que significa tanto. Quizá solo un simple beso o abrazo haga que todo lo malo que ha pasado durante el día, mejore, que sientan que hay alguien que les escucha.

Mi trabajo quizás no sea el mejor trabajo del mundo. Quizás trabajar en lo social no esté valorado ni profesional, ni económicamente. Quizás, a veces, den ganas de tirar la toalla y dejar atrás algo que según la opinión de mucha gente “no vale para nada”. Pero hay algo que sí tengo claro, que 1 año en este trabajo me ha aportado más como persona que 3 años en una tienda de ropa. No solo me ha hecho ver la vejez desde dentro, ponerme en su lugar y tratarles como si fuesen parte de mi familia, si no que me han dado toda la paciencia que tanto necesitaba y me han hecho ver que hay que aprovechar cada momento, cada instante de tu vida. Pensar que, aunque nos quede poco por vivir, siempre quedan ocasiones para poder disfrutar. Que las canas y las arrugas son solo sinónimo de sabiduría.

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