Para empezar, regáleme un minuto amable lector, y déjeme contagiarlo del ambiente en el que transcurre este relato...

No sé de otras ciudades -la verdad sea dicha conozco muy pocas- pero algo parecido -aunque matizada en esta grabación para no aturdirlos- suena la mía. Cada mañana miles de personas se arrojan con frenesí a sus entrañas en esa lucha despiadada, y las más de las veces desigual, por la subsistencia; y allí el taxista es un actor de primer nivel.

Aún recuerdo los días previos a la entrega del taxi, que habría de trabajar por cerca de veinte años. Entonces, en mis caminatas citadinas, no me cansaba de mirar los rostros de mis futuros colegas, encontrando en sus gestos complacidos y seguros un aliciente para la labor que ocuparía mis días.

El oficio de chofer de taxi, asociado al rebusque, encierra un lado mítico: el taxista sabe algo más que los otros, guarda unos secretos que los demás desconocen, y esto honra la realidad. Estar aquí y allá, en lo alto y en lo bajo, con el juez y el criminal, con el cura y el pecador, con el reservado y el locuaz, con la prostituta y su cliente, invita a los demás a la pregunta: ¿es suyo el carro?, ¿trabaja de noche?, ¿hasta qué horas?, ¿hace cuánto es taxista?, ¿se ha acostado con alguna pasajera?, ¿lo han atracado?…

La vida del taxista pende de un hilo, y yo igual sufrí las inclemencias de serlo: me atracaron en un callejón sin salida; al tomar una curva que yo transitaba en sentido contrario, un camión arrojó su carga de ladrillos, y de quedar sepultado bajo dicha carga me separó tan solo un segundo; sufrí una violenta agresión por un motociclista al cerrarle el paso cuando en una ocasión prestaba el servicio de taxi-ambulancia; por un milímetro me salvé del impacto frontal de un bus; una tarde de un solitario 6 de enero mis pasajeros aún no terminaban de bajarse y cinco bandidos que se desplazaban en otro taxi me abordaron hasta sacarme del vehículo y prenderme a patadas y puños; fui su víctima aleatoria…

Perdón interrumpo esta narración para tomarme un café, allí donde mis colegas desayunan…

En mi ciudad hay taxistas para todos los gustos: viejos e imberbes jovencitos, delincuentes y doctores, drogadictos y cristianos, condenados y felices; la mancha amarilla, como llaman por estos lares a este colectivo. En semejante diversidad yo he sido uno más, y este oficio que me ha permitido el sustento también me abrió las puertas a lo recóndito e íntimo de la urbe: las vivencias de las personas y sus espacios de vida.

La ciudad se refleja en el panorámico del vehículo, tanto su paisaje grandilocuente como los minúsculos detalles del hábitat sencillo de sus gentes; y en este habitáculo de cuatro ruedas se gesta una complicidad única entre personas que apenas van a convivir por algunos minutos, y que a veces sirve para sanar heridas. En una ocasión me tocó escuchar en silencio a una pasajera que lloraba la tragedia de su familiar hospitalizado y en condiciones de discapacidad total víctima de un atentado terrorista en un centro comercial de la ciudad.

El rebusque diario, las congestiones, el bullicio, el guerreo por los pasajeros, ¿cómo ser indiferente a este transcurrir caótico, diverso y loco?, ¿cómo narrarlo? Pues, descubrí en la cámara de un celular un artefacto que discretamente me permitiría registrar el instante que pasaba raudo ante mis ojos.

Así que cada que se me revelaba algún motivo de interés, pues, sencillo, mientras conducía, esperaba en un semáforo o a que llegara un pasajero, disparaba, y ya. Acumulé cientos de imágenes con parte del universo visual que destellaba en los vidrios del taxi: personas caminando, saltimbanquis en los semáforos, atardeceres sorprendentes, el caos urbano, niños en brazos de sus madres, vendedores ambulantes, todo cuanto pudiera captar con este teléfono con funciones de cámara fotográfica. Pero, repasando este material, descubrí uno de los protagonistas de estas fotografías: los árboles de la ciudad; su belleza, sus formas, sus flores, y con algunas de estas imágenes compuse el video “Medellín y sus gigantes verdes”. Acá un fragmento:

Modos de trabajar un taxi en Medellín hay tantos como taxistas. Cada cual se lanza a la aventura de ‘inventarse’ los pasajeros y sus rutinas. Los hay que trabajan siempre en el mismo lugar; hay quienes lo hacen solo en los acopios; hay quienes trabajan con varias aplicaciones, conformando un vistoso tablero de luminosas pantallas, etc. Lo mío era rodar y rodar; técnica que me daba buenos resultados: circular a contraflujo, trabajar los semáforos en rojo, andar tras los buses, meterse en algunos tacos, hacer pausas durante la circulación, entre otras. Al final del día había el dinero estimado en mis bolsillos, aunque también una buena dosis de hollín en mis orejas.

En su rutina, el taxista cuenta con muchos aliados: arregladores de mil cosas, vendedores de repuestos y bisutería para taxis, lavadores, vendedores de tinto, caspeteros y otros que, como el latonero y el mecánico, uno no quisiera visitar, pero aliados a fin de cuentas…

Compañero de mil batallas, uno termina siendo con él una unidad; sus sonidos, sus caprichos, sus olores, sus heridas de guerra, sus reclamos; es un diálogo permanente durante toda la jornada. Allí, en el guaje de alistamiento -así llaman en mi ciudad a la estructura para el lavado del carro- este sencillo homenaje. El mayor honor que ostentó este vehículo se lo propició una familia humilde en uno de los barrios de las laderas de la ciudad, que alegaban llevar mucho rato esperando un taxi bonito para llevar a la prometida a la iglesia.

Pequeñas Alegrías Que Inyectan El Alma De Energía Para Continuar Inmerso En La Densa Atmósfera Citadina Que Lleva Todos Los Sentidos Al Llímite…

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