¿Por qué? ¡Si ellos son los locos! ¿Por qué?

Bueno, tampoco hay que enfadarse. Sus motivos tendrán. Pese a ese papelucho, yo sé que la razón me asiste. Como en aquella ocasión en que me mantuve firme hasta el final. Es decir, hasta que me dejaron.

Su demanda de empleo, la de ese pobre hombre, estaba en alta. Y su señora me pedía que le diera la baja, que si no, tendría problemas con recargos e historias varias. ¡Pues claro que le pedí una autorización firmada! Si no nos moviéramos por normas, a lo mejor podría haber sido más flexible.

No… No lo habría sido, ¿para qué engañarme? La razón tiene un solo sentido. ¡Qué culpa tenía yo de que se hubiera muerto sin avisar! ¿Acaso tuve yo algo que ver con su defunción? Si ese buen hombre,- que lo era, porque para aguantar a esa fiera hay que ser un hombre bueno,- lo hubiese previsto, su esposa no habría pasado por todo eso. Como yo hago siempre. Hombre prevenido vale por dos. Por lo menos.

Como hice yo con lo de mi padre. Me anticipé. Si no, otro gallo habría cantado. ¡A cuento de qué venía querer divorciarse! ¡A su edad!

Sí, es verdad que mi madre es una devota fanática. Acumula más de mil horas de vuelo rasante sobre velas de santos. Nunca tuvo mucho tiempo para cosas que no olieran a salmos, incienso y misas. Seguramente por ello mi padre se empeñaba en ejercitar su gastada hombría en el burdel del pueblo. Pero eso no quita que se merezca una viudedad digna desde el primer momento.

Total. Y ahora dicen que no hace falta que vuelva. No es que yo fuera el pilar sobre el que se asienta todo. No soy tan egocéntrico. Pero sé que mi trabajo era importante. ¡No! En pasado, no. ¡Es importante! ¿Quién, si no, va a estudiar y glosar y resumir esos listados infinitos de subsidios y prestaciones? ¿Quién los va a organizar por apellidos, por sexo y por edad? ¿Cómo se van a mejorar los procedimientos si no se fundamentan en datos estructurados? Lo peor de todo es que no se van a dar cuenta. Es lo que tienen las máquinas, que atontan a la gente.

Si ya lo decía mi abuelo, que era procurador de los tribunales y, por lo tanto, una persona formal. Lo que no está en papel se lo lleva el viento. Por eso pongo piedras, pesadas y lisas, encima de mis montones de folios. Muchas veces para nada, porque después llegan las limpiadoras y embrollan mi mesa y lo que en ella descansa. Con lo que aborrezco la anarquía. Yo creo que de ahí viene mi aversión por el desorden. ¿O es al revés? Da igual. La cuestión es que si se le presta una llave de tu vida al caos, aunque sea para que te riegue las plantas un día puntual, ya no hay marcha atrás.

Así se lo dije al Director Provincial. Y antes al Subdirector. Y al Jefe de Sección. A todos se lo dije. No se pueden admitir prácticas erráticas en ningún sitio y en la Administración menos. Esos graduados sociales leguleyos y sus secuaces presentaban los contratos como les daba la gana. Sin firmar, sin adjuntar el DNI, sin el anexo 3, sin la copia para el representante, sin la ocupación bien consignada, sin el CIF. ¡Papanatas! ¡Y encima corporativistas! Como no les reía las gracias, ni les pasaba una, se quejaron solidariamente. Yo tenía la conciencia tranquila. De mi lado estaba, negro sobre blanco, la ley. De ahí mi descomunal sorpresa y mi enfado mayúsculo cuando los jefes actuaron. Prefirieron acallar las protestas antes que defender, no a mí, sino a la lógica y a la cordura. A lo sensato. Ácratas encubiertos es lo que son.

Sé que mi carácter se agrió. Algunos dijeron que, al menos, así sabía a algo. Puede que fuera verdad y que me excediera en mi pulcritud administrativa. En mi derecho estaba y a mi derecho a la queja, a la reclamación y al requerimiento me acogía. Pero de ahí a llamarme loco, maniático y chalado. Los que se han extralimitado al final son ellos. Todos ellos. Los unos y los otros. Todos.

Pero lo que está bien, está bien. Soy kantiano por defecto, así que no me importan las consecuencias si sé como sé que hago lo correcto. Por eso estoy esperando aquí, en la puerta de mi oficina. El orgullo me lo trago. Al fin y al cabo no sabe a nada. Esperando estoy a que el vigilante, ese que me mira con cara de pena cada vez que me ve, llegue, cargado de sueño y bostezos, y abra la puerta al personal. Es siempre el primero que entra. Espero a que se cambie para dirigirme a él y pedirle permiso. Sigue cansado porque resopla cuando le hablo. No obstante, él sí que es firme. Como yo. Porque su contestación no cambia, por más que mañana tras mañana, durante cincuenta y siete días laborables seguidos, le haya insistido.

Yo también digo lo mismo siempre. A lo mejor está ahí el problema. Pero es que no hay otra fórmula más apropiada para solicitarlo de viva voz, una vez que la respuesta por escrito, la previsible, la de los jefes, ya la tengo. Aún así lo intento, calcando a diario las palabras que le dirijo al tenaz vigilante: “¿Hay algo para mí?”. Agachando la mirada y contorsionando la boca me responde que no, que no hay nada, que me han jubilado y que tiene orden de no dejarme entrar más. Es muy respetuoso pese a todo, pero yo le insisto: “Si eres tan amable, diles que si hay algo para mí o si hago falta, estaré fuera. Gracias”. En fin, mi madre no me espera hasta las tres y a mi se me ha pasado el cabreo. “Por aquí estoy. Aguardaré sentado”, le insisto mientras ya camino hacia mi banco del parque.

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