Hoy tenía que visitar a Dorotea. Era una anciana con depresión. Llamé al timbre y enseguida la puerta se abrió. Me recibió con un tono amable que hacía disimular cualquier atisbo de tristeza si no la conociera. Me invitó al café con sus habituales y deliciosas pastas de hojaldre que ella misma horneaba. Sus arrugas surcaban su frente y mejillas e invitaban a adentrarse en un pasado lleno de historias y aventuras que ella me iba desvelando poco a poco cada día que le visitaba. Su mirada hoy era más chispeante que de costumbre. Era como si hubiera rejuvenecido, como si la maldita depresión se fuera desvaneciendo de sus adentros y empezara a aflorar una nueva Dorotea. Yo no sabía si podría considerarse fruto de mi trabajo bien hecho o de alguna buena noticia que ella ocultaba y estaba a punto de desvelarme.

El estimulante olor del café recién hecho inundaba la habitación e invitaba a charlar con buena dosis de relajación y bienestar. La anciana me confesó que había encontrado una carta en un baúl del desván. Esta la había escrito su difunto esposo antes de morir y ella no la había visto hasta hoy.

—Y ¿Cómo es que no vio la carta hasta el día de hoy?—pregunté con interés.

—¡Ay! Eso digo yo. Mis hijas, seguro, que las dio por guardar todo en el viejo baúl. A mí no me dio tiempo a ver todas las pertenencias de mi querido Raúl. Esa carta era para mí y nunca llegué a leerla—contestó un tanto enojada.

—Se ve que ese escrito era muy importante para usted. ¿Me puede contar algo de lo que en ella le decía?—acerté a decirle, a la vez que mi curiosidad iba en aumento.

—Claro que sí, Sandra. Cuando yo era más joven le fui infiel a mi marido con otro hombre del pueblo que siempre me había tirado los tejos. Me arrepentí profundamente de aquello que hice y decidí contárselo a Raúl—me explicó, evocando recuerdos que parecía tener enterrados durante años y ahora afloraban de nuevo a la superficie en un intento de justificación.

—Y él ¿cómo reaccionó?—indagué yo.

—Imagínate. Se enfadó tanto que estuvo días sin hablarme. Estuvo a punto de dejarme, aunque finalmente se lo pensó. Pero el dolor que se clavó en mi corazón fue tan grande, que yo ya no sabía cómo actuar. La confianza se perdió y yo mantuve mi calvario en silencio.

—¿Y qué decía la carta al respecto?

—Pues que a raíz de esa infidelidad su amor hacia mí aumentó. Se volvió más desconfiado y celoso durante un tiempo. Pero decía que yo podía estar en paz con él pues por fin me había perdonado.Su perdón le salvaría para irse tranquilo. Me escribió que había sido muy feliz a mi lado y prueba de ellos fueron las dos hijas que Dios nos dio y que siempre estuvieron junto a nosotros, ayudándonos en todo lo necesario.

—¡Vaya! Eso sí que es una buena noticia—dije llena de emoción—. ¡Lástima que no hubiera encontrado la carta mucho antes!

—Exactamente. Aunque ahora sé que nunca me merecí a alguien tan grande como él. Cómo lo echo de menos—sus ojos se humedecieron y la voz se le entrecortó por una mezcla de añoranza y alegría a la vez.

Tras consolarla con un caluroso abrazo la conversación giró a otros temas más joviales. Me contó que su hija mayor iba a tener un niño y que era algo muy deseado por la pareja.

Hoy, todo parecían buenas noticias y puesto que el ánimo de Dorotea había mejorado notablemente creí necesario bajarle la dosis de su medicación. La situación lo requería.

Yo soy enfermera de salud mental y como tal, visito a algunos pacientes en sus casas, para charlar con ellos y ver su evolución, recentándoles la medicina más conveniente a cada uno.

Tras despedirme de la anciana llena de satisfacción, cogí el autobús y me dirigí a visitar a un nuevo paciente. Este era un joven de veinte años, Jaime, el cual estuvo metido en la droga durante un tiempo. Tiró su juventud por la borda, entre pinchazo y pinchazo, provocándole alucinaciones y delirios y algún que otro problema de salud que se desencadenó como consecuencia de esto. Ahora estaba rehabilitado. Llevaba dos años sin probar esas sustancias y su agresividad se había esfumado como el vapor de agua en un día de calor. A mí me producía ternura, pues sus padres al no saber cómo actuar, decidieron recurrir a la ayuda médica. Y ahí estaba yo.Ahora vivía en un piso de estudiantes, junto a otros dos chicos y estudiaba mecánica.

Últimamente le había encontrado más callado y huidizo en sus conversaciones con él, lo cual catalogué de retroceso en la mejoría. Y no sabía a qué se debía.

Tras llegar a su casa y llevar un rato conversando sobre algunos temas, como sus estudios y sus compañeros de piso, me contó que un antiguo amigo suyo había muerto de sobredosis. Me había costado sonsacarle el tema pero al final me lo confesó.Me dijo que se alegraba enormemente de haber abandonado aquella vida y que ahora era feliz.

Ese sentimiento de felicidad me lo transmitió a mí también.Y yo empecé a valorar aún más la utilidad de mi trabajo. La satisfacción que nos dan los pacientes cuando mejoran y el afán por mejorar cuando algo falla.

“Es más fuerte quién se levanta tras haber caído, que quien no ha caído nunca.”

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