De niña presencié cómo mi padre se jugaba a las cartas a mi madre. No volvió a aparecer por casa, el muy cabrón, ni siquiera a pedir perdón. Aprendí que de todas las emociones humanas, ninguna es tan fructífera en vilezas e inmoralidad como el juego. Jamás pensé que acabaría trabajando como croupier. Aquella derrota que nos llevó a la miseria y la humillación más denigrante me empujó con ansia de venganza a empaparme hasta los huesos de secretos de tahúres, habilidades de prestidigitadores, astucia en el juego. El propósito no era enriquecerme sino retar a jugadores compulsivos, a viciosos, tramposos. Cada vez que desplumo a un tipo me río de mi padre, desagravio a mi madre, que en paz descanse. Este trabajo es tan apasionado como estresante, me agota. Mi estado anímico clama una tregua a este resarcimiento continuo. Tengo que parar o reviento.

Hoy el casino está animado. Más de lo normal. Presido la mesa de black Jack. Reparto cartas una y otra vez. Las miradas me hablan, intuyo jugadas en un gesto. «Mano» dice una ricachona con más anillos que dedos, de soslayo mira a su esposo que flirtea con una camarera. «Cariño, sabes que esto no se me da bien, ven aquí de una vez». Ni caso, el viejo babea mientras yo despellejo su cartera.

El bocazas de turno me tacha de tramposa. Blasfema, se queja con un tufo a alcohol y codicia que apesta toda la mesa. Sonrío cortés y continúo el reparto con la precisión de una máquina. Disimulo la inquietud que me provoca el tipo, que a pesar de estar chispo se percata de mis maniobras mejor que nadie.

«Mano». Esa voz, tan peculiar. Es él, Jacob, lo he reconocido al instante. Recuerdo aquella noche, lo vi salir de este casino, igual que entró, como una sombra, pero con la fortuna y la dicha comprimida en el bolsillo. La baraja tiembla en mis manos. Tengo que mantener la compostura y la frialdad. Me cuesta, peleo con los flashes de sus caricias, de sus besos, del capricho de una atracción tan extraña como ardiente en aquella habitación de pensión barata. A pesar del “zurraco” que ganó: las ostentaciones llamarían demasiado la atención. Cómo olvidar a quien da las gracias por un rato de placer y de ternura.

Es la primera vez en toda mi carrera profesional que se me cae una carta al suelo. Tengo que tratar de serenarme y calcular todas mis jugadas con precisión. Mente fría en un corazón que va a reventar de agitación. Sé a qué ha venido. Voy a ayudarle a ganar pero esta vez el pastel a medias. Serán mis vacaciones.

Entran en juego dos excéntricos caballeros. El resto de jugadores, estupefactos, contempla cómo apuestan sus sendos Ferrari y Lamborgini, como si nada, ni un ligero temblor en sus hinchadas cuentas. Se disputan una dama. La gatita presumida que les acompaña, champán en mano. Se relame cada vez que ve un billete.

Todos los asientos llenos y las apuestas viento en popa. Es un buen momento. Pero lo haré discretamente, a su estilo. Miro de reojo. Las apuestas siguen medrando y los jugadores van y vienen. Él se mantiene en su puesto y la noche se alarga. A fuego lento y despistando al personal vamos llevando el juego a nuestro terreno. En uno de los repartos camuflo una nota en la carta: “¿Te acuerdas de mí? Nos vemos en el mismo sitio”.

La noche ha sido intensa. Los zapatos de tacón me han destrozado los pies, me calzo unas sandalias y cambio el uniforme por un vestido ligero. El nuevo atuendo me quita autoridad pero gano frescura y naturalidad. Vuelvo a temblar, una corriente cálida estremece mi vientre.

—Hola, por un momento pensé que no estarías.

—Es lo justo, me has ayudado.

—¿Es así como te ganas la vida? ¿De casino en casino?

—Me sobra y me basta con tres o cuatro veces al año. El resto de los días…vivo. Digamos que voy contracorriente. Es mi filosofía existencial. Hay mucho sobrado en los casinos. Me aprovecho del despilfarro.

—Imagino que tengo derecho a la mitad del botín.

—Pues claro, podemos compartirlo.

—Será un gustazo, socio.

—Y por supuesto que me acordaba de ti, es difícil no hacerlo.

La arena fina bajo los pies descalzos y la brisa marina acariciándonos la piel. Las olas me devuelven una imagen de mi niñez. “¡Mamá, papá! ¡otra, otra!” ellos me cogen de la mano y me alzan sobre la espuma blanca.

La voz de Jacob me saca del pasado. Me acerco. Con paciencia y delicadeza, él amontona conchas, una sobre otra. Levanta la cabeza con gesto de complicidad y me susurra al oído:

—Prueba tú. La torre que caiga primero pierde.

—¿Me estás provocando?— Le pregunto mientras el sol se esconde entre dos columnas de caparazones que enmarcan el horizonte.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS