EL PINTOR DE RECUERDOS

EL PINTOR DE RECUERDOS

Angel Manrique

14/05/2018

Llegué al sanatario y empezaron los suicidios. Soy psiquiatra y me acusan de sus muertes. No adelantemos, señor juez, una relación de causalidad entre mi llegada y que algún paciente dejara este mundo de locos por propia mano. El suicidio es un tren nocturno, como aquella novela de Martin Amis. Es un túnel en el que se entra para encontrar tal vez una luz blanca, esa última luz blanca que suelen referir los que vuelven de la muerte. Y si se piensa un momento, esa luz es un lienzo donde van pintándose los colores de nuestra vida.

Sí, alguno de esos pacientes había seguido mi terapia. El hecho es que el director del sanatorio me prohibió utilizar los pinceles hasta que todo se aclarase. Pero yo no soy pintor, ya he dicho que soy psiquiatra, aunque mi pasión no confesada siempre fue el arte.

De manera que empecé a pintar sus recuerdos. Yo no había pintado recuerdos hasta entonces. Había pintado retratos, bodegones, paisajes. Aquel paciente me habló de su pasado y que sabía que pintaba en mis ratos libres. No quería perder sus recuerdos y me rogó que los pintara. Imagine, señor juez, salvaba su memoria mientras hablaba y hablaba sin parar, contándome todo tipo de acontecimientos, su niñez, sus amores, sus fracasos. ¿Y cómo pintar eso? Nunca había pintado abstracción, siempre había sido un pintor figurativo.

Una tarde empecé a pintar:

“Desde el amplio ventanal de la oficina, veo dos hombres abrazados, junto al semáforo, pequeños, casi enanos, cómplices de besos ante la curiosidad disimulada de la mujer y la mirada abierta del niño que lleva de la mano.”

“Hay un jardín, doctor, luz de agosto, un gran rosal, casi árbol, recuerdo su olor casi excesivo, una gran mancha roja en lo verde del césped recién regado.

– Esta noche vamos de caracoles- decía el monstruo.

El mostruo me envolvía con sus brazos y piernas, sobre el césped. Rojo sobre verde.

Un día, el monstruo ahogó gatitos en la piscina.

Al monstruo lo llamaba papá cuando podía controlar el miedo. ”

“Gritos, carreras, el olor viejo a madera del piso, la felicidad negada del cielo contemplada desde el pupitre, el manotazo tan real y desesperado de Antonio, el maestro, sobre la mesa, como si nos aplastase, un tirón de orejas por el despiste.”

“Su bañador de una pieza contra mi piel, de pie los dos, en un abrazo eterno, a orillas del pantano y su voz susurrándome al oído: nunca me dejarás.”

“Una vida empequeñecida por los horarios fijos, la rueda del trabajo que anestesia las horas, los minutos grises hasta que dan las tres, la mañana como un espacio que hay que rellenar como una solicitud, el formulario de los días que va a parar a una ignota papelera de mi cabeza.”

No pinté imágenes congeladas de un momento, aunque eso son los recuerdos, no le parece, señor juez. Pintaba estados de ánimo, almas entregadas a la ensoñación, momentos que vuelven a pasar por el corazón.

Se corrió la voz entre los pacientes y muchos acudieron para que les pintara. Me llamaban, imagine, el loco del pelo rojo, en alusión a Van Gogh. Me olvidé de todo lo demás, de administrar sus medicamentos, de seguir el protocolo. Solo quería pintar. Por fin, podía cumplir mi verdadera vocación.

Ahora, señor juez, los funcionarios me dejan pintar en la celda, aunque ninguno se atreve a posar. Ni contarme nada de sus vidas. Pero yo no les maté. Fueron sus recuerdos, la secreta felicidad de vivir otra vida entre las paredes de un psiquiátrico.

De vuelta del juzgado, miro esta tela en que una gran mancha roja se derrama sobre lo verde.

Ha entrado la mujer que me limpia la celda. Se queda mirando la tela. Dos funcionarios de prisiones vigilan atentamente su labor.

– ¿Qué está pintando?- me dice, curiosa.

Solo recuerdos, recuerdos, recuerdos.

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