Llegaron desde tierras lejanas, con la candidez de la infancia los unos y el ímpetu de los años jóvenes, los otros. Los recibió una tierra con las manos abiertas de necesidad y se esparcieron como semillas al viento por aquí los unos y más allá, los otros.
Al tiempo y con el tiempo se acostumbraron y tomaron la forma del terruño que los había recibido, curtieron sus manos y arquearon sus espaldas y tocaron la humedad de la tierra virgen. hicieron surcos que más tarde fueron pródigos en colores, primero el azabache del fértil suelo, luego el verde de la esperanza latente para más tarde desbordar con el dorado trigo de cara al sol. y las espigas también emularon sus espaldas arqueadas por el cansancio más amable, aquél que tiene el sabor de haber plantado la semilla en el lugar correcto para ver desbordar en fruto.
Así fueron ellos, cada mañana al alba se los veía caminar hacia las plantaciones, porque escuchaban el llamado dela madre natura.
Yo tuve la dicha de conocerlos, de observarlos, de admirarlos. Así era Genoveva, la gringa que había llegado allá por los años cuarenta y tantos. Genoveva es tan sólo un ejemplo más de los tantos gringos que como ella desembarcaron con su valija de cartón en una mano y en la otra la fuerza para empuñar la azada que abriría las entrañas de ese suelo, nuevo para ellos. Y plantaron y cosecharon.Se levantaron día tras días, en el helado invierno y en el tórrido verano.
Ellos, los pioneros, supieron elegir como ninguno el terreno más conveniente, y arquearon sus espaldas y curtieron sus manos. y de la semilla hundida en la tierra buena surgieron las más bellas flores, las rosas, los jazmines, los claveles y las delicadas arvejillas o «arveja melodiosa», tan frágiles que para mantenerse erguidas fue necesario ayudarlas con delicados hilos tensados entre cañas. Paredes interminables tapizadas de color y perfume que inundaron mi pueblo.
Llegó el tiempo de la cosecha. Horas largas, sin descanso, hombres y mujeres entre los surcos cargando de flores y aroma los canastos que más tarde montaban sobre unos camioncitos desvencijados para tomar la ruta de la avenida ancha, de aquél «camino real», ese que marcaba el límite de las eras que los conquistadores dieran a sus soldados como obsequio en tiempos en que la América nacía,para llegar hasta el mercado mayorista de la Capital Federal, en Buenos Aires.
Y pasaron los años, y las espaldas cada vez más arqueadas y las manos encallecidas dieron paso a los otros que continuaron su obra o que decidieron unirse al progreso y cubrieron con la fortaleza del cemento la fertilidad de la Pachamama, siguiendo el surco de la vida misma.
Y yo tuve la fortuna de conocerlos, aunque en los últimos años de su existir, y me pregunto ¿qué nos dejaron? Y me respondo que sí, que sé lo que nos dejaron.Simplemente una de las tantas historias del trabajo, historias pequeñitas, de un grupo de inmigrantes que vinieron a la Argentina, que los recibió ávida de trabajo, y ellos que supieron entregar la fuerza de los años jóvenes y supieron curtir sus manos y su piel al sol para convertirse en uno sólo en tierra ajena para nunca más volver.
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