Había salido a almorzar como de costumbre a las 14:30 de la tarde. Arrastrando la parte de abajo del pantalón como de costumbre que de costumbre se le arrastraba. De costumbre así también, caminó sin preocupación y obligó sin piedad a los puños de sus pantalones, como diría un alguien, a barrer y encerar cada parte del piso. Porque le quedaba grande y porque era medio descuidado. Eugenio Benavides, empujaba complicadamente con una técnica propia, la parte inferior de sus pantalones al caminar y así. Así levantando una pierna y otra pierna y un pie y otro pie para no pisarse. Para no caer. Para no tropezarse, fue medio melancólico a almorzar. Bajando. Un piso. Dos. Tres. Por las escaleras movedizas. Un sinfín de escaleras metálicas y frías lo transportaban a su destino. Frívolas y cínicas y enmudecidas en su única acción. Bajando. Las escaleras. Como de costumbre.

Sin razón aparente. Sin bostezar. Sin observar. Sin nada. De costumbre él iba así, por la vida así. De esa forma. Medio impávido. Medio entumecido. De igual forma que las escaleras mecánicas. De igual forma. De alguna u otra forma se había mimetizado con ellas. Mecánicas. Sus pies mecánicos y lánguidos se hacían parte la máquina. Siguiéndole el ritmo como en un baile único. Cuajado ni si quiera en sus pensamientos. Eugenio medio adormecido. Aunque sueño no tenía. Bajaba y bajaba por las escaleras. A las 14:30 era la hora en que él almorzaba. Como de costumbre. Como de costumbre.

“Una promoción de $2.400”. Como de costumbre. Pollo con arroz y un vaso de bebida media amarilla. Eugenio era un hombre agudo, largo y esbelto. Pero todo lo quedaba grande. Como de costumbre. De niño sus padres lo habían vestido así. Y Benavides, por costumbre, como de costumbre, seguía vistiéndose de esa manera. Así. Flotando dentro de sus ropas. Subiendo y bajando por las escaleras mecánicas. Pollo con arroz y un vaso de bebida media amarilla. Sus bigotes a medio afeitar quedaban casi siempre, como de costumbre también medios amarillos. Eugenio tomaba los líquidos poniendo su boca en forma de trompa. Desde niño. Y eso hacía que la parte superior de su labio en conjunto con los pocos pelos que tenía, quedaran manchados y teñidos de amarillo. De amarillo de bebida. Como de costumbre.

A las 15:30 era la hora en que él regresaba. Así levantando una pierna y otra pierna y un pie y otro pie para no pisarse. Para no caer. Para no tropezarse, volvió de nuevo medio melancólico a trabajar. Subiendo. Un piso. Dos. Tres. Por las escaleras movedizas. Un sinfín de escaleras metálicas y frías lo transportaban a su destino de trabajo. Frívolas y cínicas y enmudecidas en su única acción. Subiendo. Las escaleras. Como de costumbre. Entonces Eugenio Benavides, cuajado ni si quieras en sus pensamientos, no se percató de que uno de los puños de su pantalón quedó enganchado en uno de los escalones, quedando así, atrapado y enganchado insistentemente en la máquina. Benavides fue succionado por las escaleras mecánicas, porque a él como de costumbre jamás se le volvió a ver. Desde ese día. Jamás nadie volvió a verlo. Fue raptado por las frívolas y cínicas máquinas transportadoras. Se lo llevaron. Se lo abdujeron. No como de costumbre. Eugenio desapareció en el mismo instante en que llegó al finalizar el trayecto por las escaleras. No como de costumbre. Nadie nunca lo volvió a ver. Ni el pollo con arroz y un vaso de bebida. Fue atrapado. Como de costumbre. No como de costumbre. Había salido a almorzar como de costumbre a las 14:30 de la tarde. Arrastrando la parte de abajo del pantalón como de costumbre que de costumbre se le arrastraba.

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