Un sábado en la vida

Un sábado en la vida

Laura Bech

28/03/2018

Caty movió un donut sobre el mostrador de vidrio hacia dónde estaba María y ella, sin ver bien al hombre que entraba, lo regresó a su compañera. Inventaron esa contraseña cuando en la cafetería eran tantas empleadas que no tenían tiempo de aprenderse los nombres y se llamaban por el país del que provenían. Cuanto más se movía la rosquilla en el escaparate, con restos de chocolate y mermelada, a más camareras les gustaba el cliente.

Ahora solo eran ellas, podían cruzarse de brazos y comentar sobre la gente que consumía, pero mantenían los viejos códigos. El hombre que acababa de pasar por la puerta pidió un café, María le ofreció un donut por el mismo precio, la oferta de los sábados hasta las once de la mañana, pero él movió la cabeza negando.

El sitio se llenaba de parejas y adolescentes para quienes pedir un Hot Coffe o un Original Latte era una forma de acercarse a lo extraño, a lo importante.

El hombre entraba al local los sábados entre las nueve y media y las diez menos cuarto de la mañana. Pedía un café, apoyaba la moneda en el mostrador al mismo tiempo que le entregaban el pedido y se marchaba.

-Éste es el típico cretino – le dijo Caty un sábado cuando vio como después de atenderlo a su compañera le temblaban las manos, a Caty le parecía un cretino cualquiera que no intentara seducirla.

Al principio, María creía que el hombre iba a entrar y como no era sábado ella no estaría nerviosa y se animaría a hablarle, a demorarle el café con alguna excusa o a pasarle su número de teléfono.

Los viernes, cuando acababa el turno, ensayaba frente al espejo del baño de la cafetería un Hola que resumiese todo lo que quería decirle. Un Hola que dijese: cómo te llamas, no tengo planes para hoy, salgo a las tres. Un Hola que fuese serio como él, un Hola odio este sitio pero no sé a dónde ir. Un Hola puedes decirme algo, sácame de aquí, avísame si no regresas.

En los treinta minutos que tenía para almorzar, bajaba al cuarto de máquinas y rebobinaba la cinta de la cámara de seguridad hasta el sábado anterior. Practicaba más Holas, Hola puedo irme ahora mismo si quieres, Hola podemos dar un paseo, Hola no me asusta si eres un cretino.

A María la despidieron un sábado a las ocho cuarenta y cinco de la mañana. Llamó el encargado forzando un tono compungido, le dijo que el lunes pasara por la sede central a buscar la liquidación, después pidió por Caty y cuando ésta se puso al teléfono, María apoyó las manos en los hombros de su compañera para animarla.

Miraba hacia la puerta pensando en que era su última oportunidad. Dos señoras le pidieron permiso para ir al baño, les indicó como llegar, estaba prohibido dejar pasar al lavabo a quien no consumía. Su compañera enroscaba el cable del teléfono en el dedo índice y sonreía.

Cuando lo vio llegar, María aflojó el moño con el que recogía tirante su cabello y mordió los labios hacia adentro para que se vieran más rojizos.

  • Un café por favor – dijo el hombre de los sábados por la mañana.
  • Hoy es mi último día – dijo ella acomodando el filtro de la cafetera, de espaldas al hombre, lo suficientemente alto para que la oyera. Tenía las manos frías y torpes. Lista para que él respondiese con alguna acción, le acercó el café.
  • Que bien – le contestó el hombre mientras dejaba la moneda sobre el mostrador y retiraba molesto el vaso.

No dijo adiós, ni hasta luego, nunca lo hacía, manchó el suelo con algunas gotas de café, empujó con la parte derecha del cuerpo la puerta de cristal y se marchó.

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