Fidel, como cada día, se dirige temprano al trabajo y aunque es negocio propio jamás fue descuidado en puntualidad ni en disciplina, antes al contrario, pues se es más esclavo siendo empresario y empleado a un tiempo que trabajador por cuenta ajena.

Tiene una empleada, bien entrada en años, llamada Elvira, que trabaja en la trastienda, ajena a los clientes y a los impuestos sociales. No piensen que Fidel es un miserable que se niega a que cotice la pobre viejita, ¡no es eso!La causa de tal circunstancia laboral obedece a un acuerdo mutuo que beneficia a ambos: Fidel elude los gastos sociales y Elvira puede conservar la paga de viudedad que es exigua e incompatible con empleo alguno, y con el sueldo que aquí gana puede completar un salario digno.

Fidel regenta una tienda en la que vende artículos relacionados con el culto religioso: velas, cirios, mariposas para las ánimas benditas del purgatorio, hábitos para todas las congregaciones religiosas salidos de las primorosas manos de Elvira, estampas de santos, cordones, escapularios, cruces, medallas; niños Jesús con los deditos en gesto bendecidor, siempre a un paso de la rotura, sotanas, alzacuellos, rosarios de madera, de cerámica, de cristal…

Fidel es soltero y sin compromiso y, por lo tanto, sin descendencia. Mal asunto es ese, pues la tradición que siguiera su padre y antes el padre de su padre muere aquí, en esta generación estéril, porque no hay quien continúe la saga. Todo ha de tener un final, nada hay perenne en la vida y de sabios es resignarse…

—Hazte cargo del negocio— le había implorado su padre en el lecho de muerte—, no permitas que el esfuerzo de tantos años se vaya por el sumidero. Cásate, ten hijos y enséñales el oficio.

Pero desgraciadamente concluye aquí varias generaciones de tenderos que consagraron sus vidas a tan peculiar negocio, porque Fidel, a su edad, ya ha perdido toda esperanza de tener descendencia y es sabedor de que en breve las fuerzas habrán de abandonarle y piensa que cuando le alcance la jubilación tendrá que echar el cierre definitivamente, porque cuando llegue el día no tendrá como tuvo su padre y antes su abuelo, quien le prometa hacerse cargo del negocio por una generación más.

Cuando muera, dejará todo a Elvira, si le sobrevive y si no, una asociación benéfica heredará la tienda, que no dudará en hacer líquido la cotizada finca, ubicada en pleno centro y que acabará, no lo duda, convertida en una heladería, en un bar o en una tienda de telefonía móvil…

Por segunda vez en su vida Fidel decide echar el cerrojo antes de la hora habitual. La primera fue cuando murió su padre, y es seguro que el finado habría preferido que no hubiera desatendido el negocio yendo de velorio que, al fin y al cabo, de poco sirve, salvo para rumiar penas en público.

Da libre lo que queda de jornada a Elvira, que en verdad es prácticamente el día completo, pues solo son las once.

— ¿Se encuentra bien?— pregunta Elvira.

— Perfectamente— miente Fidel.

— Pero ¿ocurre algo?

—No, no ocurre nada mujer. Ande, márchese ya: aproveche el día. Ya cierro yo.

Cierra y se echa a la calle deambulando sin destino. Cuando pasa a la altura del número seis de la calle *** vislumbra en una ventana, tras una cortina, la silueta de una mujer que realiza un movimiento monótono y mecánico como corresponde a la profesión de costurera que así es como se gana la vida la mujer a quien pertenece dicha silueta.

A pesar de ser solo eso, sombra incorpórea, desprovista de carne y volumen, Fidel se estremece; imagina sus pechos oscilantes, la boca jugosa, entreabierta en el acto de ensartar una aguja. Imagina unas piernas cruzadas, la pierna izquierda sobre el muslo derecho y después, por mor del cansancio, la pierna derecha buscará acomodo en el muslo izquierdo y justo en ese movimiento, en ese relevo de piernas dejará por un instante al descubierto el triangulo de tela blanca que oculta su sexo. Pero eso no sucede en la realidad o no sabemos si sucede o no: ocurre en la cabeza de Fidel que ahora se arrepiente de no haber dado en su momento el paso y haberse declarado a María,la clienta, piadosa y solterona que acudía a la tienda a comprar mariposas y que hace ya tanto tiempo que no ve, ¿qué habrá sido de María?

Pasa junto a un colegio y de repente, como un chaparrón primaveral, un regato de vocecillas le llueve encima disturbando el académico silencio del centro escolar: es la hora del recreo y la energía domada, contenida de los críos se desborda como lava en un volcán.

Especula sobre qué hubiese sido de su vida de haberse casado y determina que tal vez podría haber sido nieto suyo uno de los infantes que vociferan y corretean en el patio del colegio…

Camina sin rumbo, como quedó dicho, pero al final sus pasos le llevarán a la calle en donde se ubica la tienda. Es como si fuera un autómata programado para converger siempre en el mismo sitio, caminando por una única vía sin bifurcaciones, con dos únicos destinos: el de ida y el de vuelta.

Se detiene frente a la tienda y la ve más inveterada, como si su vetustez hubiera ido a la par que su cuerpo achacoso y avejentado.

Abre, busca un rotulador y escribe algo en un papel que fija con celo en la puerta de entrada. Después saca de un cajón una bobina de cordón de hábito y se despacha dos metros. Anuda un extremo del cordel a la viga del techo y el otro alrededor de su cuello y se aúpa en el respaldo de un butacón que aleja de una patada.

Un transeúnte que acaba de pasar por la tienda se detiene a leer lo que en el cartel pone:

CERRADO POR DEFUNCIÓN.

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