No busco trabajo. Ya he sufrido bastante. Siempre el mismo demonio con diferente disfraz. Me imagino le llaman trabajo porque eso mismo cuesta levantarse y acudir a él.

Una vez tuve trabajo. Los empleados decían que el edificio estaba enfermo. Decían que más que una institución era una carnicería de empleados a quienes le exigen mucho más de lo que un ser humano puede dar.

No recuerdo como fue pero me nombraron directivo con el propósito de extraer «sangre de las piedras». Mi descripción de tareas exigía tanto que para ser apto debía haber vivido 7 vidas y tener 400 años de experiencia. No existe un ser humano con tales cualidades. Ni tan siquiera el verdugo que con sonrisa socarrona me ofrecía el puesto.

Sabemos que no das la talla. La descripción del puesto está diseñada para que nadie cualifique. Lo hacemos con el fin de que vivas agradecido a nosotros. Además, si no dieras el grado te arrancamos del puesto por falta de cualificaciones – comentaba mi jefe mientras se secaba las lágrimas de la risa.

Me presentaron al grupo de trabajo. Muchos de ellos humildes trabajadores temblorosos de que un nuevo jefe llegaba con nuevos bríos, manías e inalcanzables metas. Fueron los 30 segundos más largos de mi vida.

Con el tiempo me gané la confianza. Diseñamos una estrategia de ayudarnos, de respetarnos de ser un verdadero grupo de trabajo. A oídos del presidente llegaron las noticias que reunía a la plantilla dos veces por semana a las 7 de la mañana. Nos reuníamos a esa hora no porque fuera déspota sino porque muchos de ellos venían en autobús temprano por temor a llegar tarde. Así que decidí aprovechar el tiempo y comenzar las reuniones a esa hora.

La impresión de los demás grupos de trabajo era que a pesar de mi suave personalidad, alguna vena militar tendría para hacer del equipo un ejército que como hormigas trabajaban sin quejas.

Y aunque todo estuviera bien, siempre pedían reducir el número de empleados. Nadie era indispensable, nadie era dueño de su destino. Trabajar injustamente es un verdadero infierno.

Cada día se me hacía más difícil trabajar allí. Fueron largos años protegiendo a mis empleados. Luchando por aumentos de sueldo, viendo como los de más arriba se otorgaban bonos de productividad robados de nuestros esfuerzos y sin tan siquiera considerar a mis técnicos. Inmoral o ilegal, escojan ustedes uno…

Así también vi desfilar diferentes supervisores. Yo era de los que tenía que reunirme temeroso de los nuevos «superiores» quienes con palabras huecas pedían cooperación y esfuerzo.

Era todo una pantalla.

Luego comenzaron las rencillas. Se antojaron de mi puesto. No podían concebir que mis empleados me amaran. Sí, me amaban como quien ama a su familia. Daban el máximo no por miedo sino por compromiso, por amor.

No puede ser -exclamaron los otros directivos. – Es una desgracia. El primero que se tiene que ir es él. Es un cáncer. Tiene que irse de aquí.

Le llaman trabajo. Yo le llamo tortura. Los domingos en la noche me arropaba el insomnio, la ansiedad, los deseos de llorar. Extrañaba a todos aquellos que por capricho ya no estaban trabajando conmigo. Sufría en mi alma el desempleo de muchos profesionales mejores preparados que los demonios sentados arriba.

Náuseas, vómitos, diarreas: así pasaba los días de la semana. Rogaba que llegara el fin de semana sin tener que despedir a nadie.

Justo el día antes de Navidad me llamaron al despacho de mi jefe. Para ser temporada navideña, el silencio era ensordecedor. Entro a la oficina y mi jefe está sentado con una representante de recursos humanos.

Lamentamos informarle que su puesto ha sido eliminado. Estoy muy ocupado para atenderle. Por favor reúnase con la señorita Vargas quien se encargará de todos los detalles –balbuceó sin mirarme a los ojos quien hasta entonces había sido mi jefe.

Era el fin del camino. Mis empleados volvieron a sentirse vulnerables otra vez. ¿Qué pueden esperar si me hacen esto?

¿Triste? Sí, un poco. Pero al salir por la puerta escoltado como un ladrón, sentí un gran alivio, una liberación. Volví a ser yo mismo, a empezar de nuevo con la conciencia limpia de que siempre di el máximo sin hacerle daño a nadie.

Desde entonces no busco trabajo. Busco terapia remunerada. Soy libre y soy feliz.

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