Nací en un país en guerra. Perdí el oído cuando bombardearon la casa del vecino. Aprendí a oler al enemigo y me enseñaron a matar con la mirilla. Y un día, tras años y años sobreviviendo como un impecable francotirador un forastero me pilló desprevenido y me mostró a un adolescente mirando el mismo panorama que yo. Tardé unos segundos en comprender que aquel chico era yo vigilando mi territorio.
Varios días después, me volvió fotografiar en otro punto estratégico. No sé qué poder tenía esa curiosa cajita de plastico negro con vidrio redondo, algo tenía para que no me diera cuenta que se me acercaba a tientas. ¿Será que por no ser una amenaza pasaba desapercibido? Y se lo escribí en mi cuadernito pero él no respondió, se fue sonriendo.
A la mañana siguiente, volvió con una pila de papel extraño. Lleno de palabras en diferentes tamaños e imágenes y entre ellas aparecía yo cumpliendo con mi deber de guerrillero. Me tomó semanas leer todos los papeles que él llamaba periódicos nacionales e internacionales. Y por una fotografía de mi padre y tíos festejando jubilosos supe que los tiempos belicosos han terminado en mi patria.
Y en tiempos de paz me sentía totalmente inútil, el olfato no me servía tampoco la vista de halcón. Y la gente que me conocía me fue olvidando, para ellos soy una inservible máquina de matar que no podía entender lo que significaba la bandera blanca.
Cuando el fotorreportero ganó un prestigioso premio, vino a buscarme para celebrarlo conmigo, me agradecía por catapultarlo a la fama porque antes de conocerme era un don nadie que se ganaba la vida registrando las emociones de las bodas. Después de emborracharnos le rogué que me llevara consigo, juré ser su fiel asistente, dar mi vida por protegerlo de cualquier peligro. Que prefería morir salvándolo que aburrirme en un país a salvo. Y como era un pequeño héroe regional, mis padres se resignaron a dejarme ir cuando el periodista habló con ellos.
Nuevas batallas, me parecía muy extraño no formar parte por quedarme sólo viendo mientras cuidaba la espalda del fotógrafo. Y en los ratos que viajábamos de regreso a la oficina de noticias me educaba el ojo. Me decía que dos miradas eran mejor que una. Y me volví bueno capturando los momentos de angustia de los familiares de las víctimas, los gestos suicidas de los valientes, los muertos que caían vivos.
Muy pronto yo también comencé a ganar premios. Y luego de tanto tiempo relatando mutilados y cadáveres, sentí curiosidad por lo que era la paz. Ese concepto que tanto reclamaban las víctimas que plasmaba con mi cámara y por el cuál mi mentor me inculcó, solía repetirme hasta hastío que con la voz del instante podríamos mostrar al mundo las razones de por qué debe cambiar. La paz. Entonces un día decidí volver a mis orígenes para vivirlo en carne propia. Sus paisajes habían cambiado, mi país lucía irreconocible. Hasta creí que los del avión aterrizaron en otro aeropuerto. No podía creer que el calvario podría verse tan hermoso como una quimera. El obturador lo desmentía, era completamente real tanta apacible belleza.
Y lo que me inmortalizó fue mi exposición colectiva con mi maestro, confirmando visualmente que juntos trabajamos mejor, sus disparos durante la guerra y los míos en los tiempos de paz: En el infierno está el cielo.
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