Selva del Istmo de Panamá, 1910.

El calor del mediodía era insoportable. 45 grados a la sombra y una pegajosa humedad selvática lo impregnaba todo. Resultaba prácticamente imposible mantenerse seco a lo largo del día. Todo era muy lumimoso, la luz solar hería los ojos, durante las horas diurnas lo más conveniente era mantener la cabeza gacha, bien oculta bajo el sombrero de ala ancha y la mirada entreabierta. Era el trópico en toda su intensidad.

Pedro Fuentes desde hacía un año no hacía nada más que picar piedra, era parte de un ejército de más de diez mil trabajadores que solo en esa zona laboraban por turnos y hacían su pequeña contribución al dragado de una enorme ciénaga, que algún día sería parte del grandioso canal de Panamá, obra de una magnitud sin precedentes y que cambiaría el mundo para siempre. Y Pedro lo sabía, su capataz se los decía todo el tiempo en las charlas semanales, muy temprano antes del alba, con enormes y humeantes tazas de café tipo americano con pan tostado y miel. Era un toque del mundo civilizado que dejaba a estos hombres del campo sonrientes y deseosos de trabajar. Luego estaba la paga, muy superior a la de cualquier obrero en toda américa latina, les permitía llenar tabernas y burdeles los fines de semana y con sus compras impulsaban un creciente sector comercial de lo que mas adelante sería la ciudad de Colón.

Aunque dos de sus mejores amigos habían muerto de malaria, Pedro estaba fuerte como un toro; su trabajo con el pico le había proporcionado brazos de Hércules y se adivinaba un poderoso torso bajo la camisa azul clara de faena, siempre pegada a la piel por el omnipresente sudor. Su cuello era corto y grueso. Su piel, alguna vez clara, se había tornado cobriza, escarchada por el impacto directo de las inclemencias ecuatoriales; resemblaba a aquel mítico cacique de “El Dorado” espolvoreado en oro. Pedro tenia grandes ojos achinados, de un pardo claro y gatuno, los cuales producìan una mirada dura, penetrante, muy difícil de soportar. Ni siquiera su jefe a la hora de entregarle su paga, consistente de una pequeña bolsita con monedas de plata, lo podía mirar directamente. Se dice que el mismísimo doctor Gorgas, en visita de inspección médica, bajó sus ojos ante él. Sus amigos decían que era preferible una mordedura de serpiente a una mirada desaprobatoria de Pedro.

La jornadas eran de 12 horas diarias seis días a la semana; el domingo para ir a misa y descansar. El trabajo de Pedro consistía principalmente en horadar el lecho rocoso de una zona asignada para después ser volada con dinamita. Usualmente después de periodos de más de seis horas golpeando dura y tercamente junto a sus compañeros la dura roca con su pico, llegaba un ingeniero; blanco él, de esos a quienes les pagaban con oro, a depositar la carga explosiva en el profundo hoyo que con tanto esfuerzo habían perforado. Con los brazos desmayados y chorreando mares de sudor veían al experto hacer su increíblemente cómodo trabajo. Con mucha frecuencia el joven rubio se volvía hacia ellos y con tono autoritario les gritaba:

Go deeper, go deeper, you fools.

Aunque no entendían una palabra, sabían exactamente que hacer. Recogían sus herramientas y continuaban el arduo trabajo hasta que el ingeniero estuviera satisfecho. Los momentos previos a la explosión eran de descanso e hidratación; lejos, en la zona de seguridad esperaban la detonación bromeando y riendo a carcajadas.

El último día en la vida de Pedro transcurrió en el descanso entre una y otra explosión. Lo habían trasladado a él y a su grupo a el “tobogán de la cucaracha”, en cuya base llevaban trabajando por más de diez horas continuas. Un gigantesco promontorio de más de doscientas toneladas de roca que esperaba ser volado, cayó por su propio peso y sepultó a los doce trabajadores, Pedro incluido, en el lecho del río. Como la gran mole rocosa cayó precisamente en el lugar donde se esperaba, nadie se molestó en acometer ninguna labor de rescate. Pedro llegó vivo al fondo del río, sus ojos de gato refulgían como llamas mientras trataba en vano de liberarse de un enorme bloque que le oprimía la mitad del cuerpo. Al final dejó de luchar, murió sonriendo por haber tenido siquiera un trabajo decente en su vida.

Hoy día, cuando atraviesa el canal un barco de bajo calado, cualquier tripulante asomado a la baranda puede ver una pequeña placa rectangular remachada directamente al concreto. No dice nombres y está en inglés. Pero está dedicada a Pedro y su grupo; que hace mas de cien años, empapados en sudor, trabajaban y sonreían bajo el radiante sol panameño.

Crédito de la foto: http://www.pbs.org/wgbh/americanexperience/features/panama-canal-working-panama-canal/

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