No había mucho que preparar: cuatro tazas, cada una de su padre y de su madre, la cucharilla para revolver el azúcar y servilletas de papel decoradas con pequeñas flores (las que estaban de oferta).

El hule, de cuadros rojos y blancos, siempre estaba sobre la mesa; no tanto para protegerla, sino más bien para ocultar los desconchones y los restos de pequeñas quemaduras de la época en la que se fumaba en esa casa. Ya no. Fue el último lujo al que Amalia tuvo que renunciar.

La empresa donde trabajó se dedicaba al PVC. Todo iba sobre ruedas hasta que llegó la crisis, se dejaron de comprar pisos y en el almacén se comenzaron a acumular los pedidos. Poco a poco, los despidos se fueron sucediendo; siguiendo la costumbre, comenzaron por los más próximos a la jubilación a los que se añadieron compañeras casadas que prefirieron la pequeña indemnización a la posibilidad de irse con las manos vacías. Amalia no pudo elegir; era soltera y estaba pagando un apartamento en un barrio moderno de las afueras de Madrid.

Al cabo de un año, el cierre fue inminente y se vio de patitas en la calle sin un duro de indemnización, tal como pronosticaron sus compañeras casadas. Después de casi treinta años trabajando en la empresa, le quedó un paro de escasos 500 euros. Rápidamente, comenzó a enviar curriculums; primero, a las empresas más cercanas a su domicilio siguiendo por las más lejanas. Nada. Se paseó las tiendas de algunos centros comerciales, pero, para dependientas, preferían jóvenes de 18 a 25 años, a mujeres de casi cincuenta. Apremiada por el tiempo y la hipoteca, no tuvo mas remedio que ofrecerse para la limpieza en casas particulares de la periferia acomodada o del centro adinerado de Madrid. Su suerte fue relativa; encontró, pero en una de las zonas acomodadas de la periferia: madrugones, tren, metro con transbordo y autobús: sueldo de miseria, nada de Seguridad Social y tragar mucha saliva cuando las señoras la escatimaban el dinero (aunque no las horas) debido a los «estragos de la crisis».

Comenzó enseguida a darse cuenta de que el estómago no era tan sabio como le contara su dietista de Naturhouse y que las cinco comidas al día no eran tan imprescindibles para adelgazar. Para adelgazar, no había nada como una buena crisis. Amalia, por fin, estaba recuperando el talle por el que tanto había luchado y pagado.

Se vio obligada a vender su piso por menos de lo que le había costado y renegoció con el Banco su resto de hipoteca para conseguir algo de oxígeno y seguir respirando. Alquiló un diminuto apartamento en la zona de Tetuán donde, según sus amigas, las que podían seguir viviendo en el barrio moderno de las afueras, había mucha inmigración y muchos problemas. No pudo hacerlas caso y un día de lluvia, metió en una furgoneta sus muebles y se dirigió hacia el que sería su nuevo barrio, esforzándose en no mirar atrás y sosteniendo las lágrimas que pugnaban por salir.

En el nuevo barrio no encontró los problemas pronosticados, salvo las protestas que se producían a las puertas de una ONG que sólo daba comida a españoles. Fue en una de ellas, donde conoció a Berta, una mozambiqueña negra como el carbón y de espléndida sonrisa.
Un remanso de paz en medio de preocupaciones e insomnios.

Un domingo de primavera, soleado, aunque todavía un poco fresco, Amalia salió de su casa en busca de nada; a que la diera el aire fresco que era lo único que podía tomar gratis. Se sentía angustiada y necesitaba ver gente a su alrededor. Sus amigas, las que pudieron seguir viviendo en el barrio moderno a las afueras de Madrid, ya no la llamaban y su exigua tarifa de móvil tampoco le permitía contactar con ellas. Acabó perdiéndolas.

Se sentó en un banco de un pequeño parque. Un par de jóvenes, en otro contiguo, comían pipas, sin hablarse. Amalia, con las manos en los bolsillos, miraba al cielo azul, el único que podía sacarla de la soledad infinita que se le acumulaba en el corazón.

  • ¡Hola! –escuchó a su espalda.

Dio un respingo y giró la cabeza. Eran la mozambiqueña, y dos mujeres, claramente sudamericanas.

  • – ¿Podemos sentarnos? –le preguntó Berta
  • – Por supuesto – Y se hizo a un lado del banco.
  • – Mira, te presento a Susi, es venezolana y a Cándida, colombiana. Son vecinas de mi portal.

Susi y Cándida se agacharon para darle dos besos.

  • – ¡Qué bien se está al sol! ¿eh? –dijo Cándida.

Todas asintieron.

  • – ¿Te gusta la música? – le preguntó Susi.
  • – Pues…sí –dudó, sorprendida.
  • – A nosotras nos gusta mucho, ¿verdad? -dijo, mirando a Berta y Cándida- los miércoles por la tarde, nos juntamos a cantar. Mientras nuestros maridos bajan al bar para ahogar sus penas en vino, nosotras las ahogamos, cantando ¿Quieres apuntarte?

Ya hace seis meses de aquel encuentro. Las letras de la hipoteca y las renuncias van cercenando la economía de Amalia y su dignidad, pero cada miércoles, entre las cinco y las siete de la tarde, parecía olvidarlo. Era una terapia compartir con ellas las preocupaciones, las pequeñas alegrías y el ingenio de Susi que se definió como una persona de talento inteligente, imaginativa y con un gran sentido del humor.

– En mi tierra también ahogamos las penas cantando y, como tenemos muchas, cantamos mucho- solía decir, riendo.

Porque se habían propuesto que la vida no iba a poder con ellas.
Sambas, tangos, cuecas, joropos venezolanos o cumbias colombianas:
simpáticos nombres que Amalia fue aprendiendo.

Sobre el hule de cuadros rojos y blancos, cuatro tazas, con su cucharilla, esperan. Suena el timbre. Nadie abre. Se alborota el rellano. Ruidos de pasos precipitados y, enseguida, unas voces: «¡dejen paso!, ¡dejen paso!». Un experto cerrajero abre la puerta.

Del portal, sale una camilla que sujetan dos hombres; enfundado en un saco de color gris, el cuerpo de Amalia. Berta, Susi y Cándida se apretujan entre sí.

– ¡Dejen paso!, ¡dejen paso!

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