No recuerdo con entusiasmo, el día en que escapé de la isla en busca del trabajo prometido. Los que han llenado mi tierra de jaulas umbrías, cubierta de negros barrotes, hechos a medida del deseo de libertad de cada soñad@r, consideran traición, los planes más humanos, como el de conseguir un trabajo mejor remunerado.

El irme, no fue un saltar de fronteras con banderas, manchadas sus sedas de todas las sangres, de todos los lodos ungida. Ni lideró mi garganta mil gritos de: «¡Libre, al fin soy libre!» …; como yo pensé que ocurriría. Fue todo, en el más absoluto silencio, donde una reja, que quedó por descuido entreabierta, de una jaula pequeña y angosta, no detuvo el desordenado vuelo, de un canario que nació en cautiverio, y que imaginaba, que fuera de la jaula, había una mejor vida.

Sin embargo, fue casi imposible, sortear los cepos y trampas solapadas en el camino de la ilusión, dignas de contarse en mil palabras más. Yo con mucha ayuda pude vencerlos.

La sensación de libertad que experimenté, cuando el avión, por fin levantó el vuelo, jamás la olvidaré . Ya nunca más la inseguridad de cada día, donde tenía que ser el que convenía, en mi casa, en mi trabajo, cuando caminaba sin más, por las calles habaneras.

Nos despedimos sin lágrimas (pocas), ni abrazos delatores, de esos que te impregnan del corazón del otro pero alertan al cazador. Sólo el beso de mi madre, … ese beso… vive aún mojando mi mejilla.

Expertos en anestesiar las emociones que desnudan, protegiamos las verdaderas intenciones de mi viaje: burlar el cerco y conseguir el trabajo que me había propuesto el director de una clínica madrileña.

Nos comportábamos con fingida naturalidad. Lo habíamos hablado. El prófugo y su familia temían la pesadilla, aquella que contaban, de que unos minutos antes de comenzar a abordar el avión, te detenía la policía, abortando la escapada. Ese día a mí me ocurrió algo parecido, tuve esa mala fortuna. Mi vuelo era por Iberia, Habana/Madrid. Me despedí de mi familia, con una tristeza mal disimulada, mezclada con todos los miedos aprendidos.

Pasé la aduana. Fui observado detenidamente por el aduanero, más de un minuto. Cuando cansado cambié la vista del punto que me ordenaron que mirara, escuché una voz con tono autoritario:

– ¡Ciudadano, mire a la cámara sin apartar la vista de ella!

Al fin pasé dentro y me senté justo al lado del monitor que anunciaba el vuelo. Pasaron tres largas horas. Al fin anuncian que ese vuelo a Madrid saldría en breves minutos. Nos pusimos de pie e hicimos una improvisada cola. Yo comencé a organizar mis documentos, cuando de pronto escucho mi nombre por megafonía: «Sr. FML, preséntese en la Comisaría de la Aduana, … Sr. FML……». Todos nos miramos sorprendidos. El pánico se reflejó en cada rostro. Por un momento esperé que alguien con igual nombre se levantara y se alejara en dirección a dicha Comisaría. Finalmente comencé a andar. Sabía que esto podía suceder. Entonces, mientras preguntaba aturdido, dónde tenía que ir, miré a mis compañeros de viaje. Me observaban mientras enseñaban sus documentos. Pero cuando se encontraban nuestras miradas, bajaban la suya, con una mezcla de compasión, miedo y vergüenza a la vez, que yo comprendía.

Cuando llegué habían dos funcionarios vestidos de verde y tres chicos asustados que estaban de pie en el fondo del recinto.

-¡Nombre!- Rugió el militar.

– FLM, – contesté a duras penas.

– ¡Reconoce entre esos bultos si alguno le pertenece!,- Volvió a rugir.

– Sí.- Contesté.

– ¡Señálelo!,- dijo, mirándome serio, autoritario.

Fui y lo toqué.

– ¡Tiene llaves para abrirlo!.- Bramó.

Se las mostré mientras le contestaba afirmativamente.

– ¡Pues ábralo!- dijo en tono de burla, mirando al otro funcionario que también sonreía.

Todos miraban la maleta, esperando que algo extraordinario, saliera de allí. Y así fue. Mientras la abría comenzaron a salir ropas y un cocodrilo de artesanía, que llevaba de regalo. Los miré y comenzaron a reírse.

– Puede marcharse. Pensábamos que era una especie protegida que llevaba en sus pertenencias.

Entré en el avión casi a punto de partir. Muchas personas al verme se sorprendieron. La azafata me indicó el asiento, abroché mi cinturón y comenzó el otro capítulo de mi partida.

Llegué un 24 de diciembre a Madrid. Me esperaban unos amigos en el aeropuerto. Todos recién llegados y con historias parecidas a la mía. Aún no habían conseguido trabajo. El empresario que me propuso un puesto de Enfermero no había contactado con ellos. Partimos para el Escorial, que fue donde viví mi primer año en España. Al amanecer llamaron a la puerta. La farmacéutica tenía el padre enfermo. Había sabido por mis amigos que venía una persona con titulación de enfermero; y comencé a trabajar.

Han pasado 24 largos años y pronto comenzaré con la etapa de la jubilación. A pesar de esta separación, con mi familia; he sido casi feliz. Los he podido ayudar. El trabajo me lo ha permitido, es una parte importante en la vida de todos. Entiendo a las personas desempleadas cuánto pasan en todos los sentidos y para ell@s dejo mi comprensión y mi solidaridad.

La jaula de los que escapé sigue parecida, gastando más dinero en mantener los tópicos de la salud y de la educación, que en la dignidad y el bienestar que merece ese pueblo, (el mío), enjaulado, mental y físicamente.

El miedo en Cuba, lo conoces desde que naces. Es un buitre negro, con oídos infinitos, y pico ensangrentado, que planea en un espacio oscuro, de alguna parte de tu mente. No tiene corazón, pero sí largos tentáculos invisibles, que aprietan tu tráquea y pintan de azul tu cara. Y así, casi muriendo, recuerdas que quedan bajo sospecha, tus hijos, hermanos, padres, esposa, marido, amigos, sólo por conocerte. Ellos, que quedaron allí, como garantía de mi huida, a mis queridos rehenes, con los que siempre estaré en deuda y agradecimiento, dedico esta parte de mi vida.

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