Catalina, entre preguntas y talones

Catalina, entre preguntas y talones

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22/03/2018

Catalina caminaba por Buenos Aires en un zigzag de puntas de pies dormidas, bostezando direcciones erróneas a cada paso de despertar. Uno se olvida de la responsabilidad mañanera, cuando de cotillear con amigos se trata. Y así es que ella iba a trabajar cada sábado del año.

Los otros días de la semana eran menos dormidos, aunque Cata estudiaba filosofía por las noches. Pero esta vez era diferente. Con los amigos se activaba la emoción, y esta formaba una cuna, que le dejaba creer que podría quedarse en paz con sus sueños, sin abrupto posible. Las mañanas después de las clases de filosofía eran distintas, era como una pregunta, que no dejaba de preguntar, algo así como una herida que no deja de sangrar.

Mientras el paisaje se formaba por el telón de fondo de las preguntas, teñido de las sobras mañaneras del inconsciente, por el zumbido del hormigón cuando pasa por sus vías los colectivos, por los bocinazos y por los gritos en tonos de malas palabras a la porteña, Cata a veces se daba una ducha rápida, y pasaba por un café de la calle corrientes, y disfrutaba de contemplar a la gente pasar.

La gente iba mimetizada como con el mismo estilo de paso, y la misma velocidad. Dentro del café siempre había una televisión encendida que emitía alguna noticia trágica, como una violación o un asesinato, que eran acompañados por comentarios de asombro. Estar ahí, de alguna manera era escapar a esa mimetización donde todos caminaban igual, y corrían como si perdieran algo muy importante, era como escapar de ese sentido de la calle, y quedarse dentro para crear un aire porteño, por más miradas perdidas, o comentarios repetitivos, en el fondo el olor a café y a facturas, daban la sensación de detener la velocidad, como si el tiempo y el espacio tuvieran algo que ver con las preguntas.

Ya rumbo al trabajo, se hipnotizaba con el ritmo de la gente de pasos rápidos, siendo parte de las manadas que no preguntan.

Llegaba a laborar siempre, cinco minutos antes de marcar la tarjeta. El personal estaba conformado por ocho empleados, incluyendo a Cata y dos vecinos, que por alguna extraña razón o pregunta sin responder, pasaban su tiempo en la tienda de ropa.

La gente de pasos rápidos pasaba con prisa por la puerta del local, pero esta vez como ella tenía que correr del depósito a la tienda y viceversa, esta vez la manada de gente de pasos ligeros, funcionaban como un espejo, en donde no podía distinguir que lo otro era diferente a ella.

El sueldo era escaso, y se complementaba con las comisiones sobre las ventas. Cada posible venta era como un aliciente de estar por lo menos un poquito mejor. Cata estaba dividida entre esa puesta en escena de las ventas y los recuerdos de las clases de filosofía, pero encontraba la paz escapándose a reír como si fuera una noche de viernes.

Había un momento, en el que su tranquilidad tenía comezón, cuando los compañeros entablaban discusiones, por las comisiones, acusándose uno a otro de robarse clientes. A Cata también la habían acusado, pero cada vez que pasaba, los ojos se le quedaban duros, y las palabras no llegaban a pasar por su tráquea, como si las palabras engordasen y le quitasen la respiración, y así casi se desvaneciera, en un desvanecimiento rojo de vergüenza.

A veces pasaba algo parecido, como si hubiera una perspectiva de lo real que tuviera que ver con la tensión de los labios y el rostro en las sonrisas. No se habla de esas sonrisas que cada músculo pide a otro músculo el permiso para moverse por represión, esta última contagia tristeza o inhibición. Las otras sonrisas, por lo menos a Cata, le producían rechazo, era como un movimiento estratega de los músculos, que por ese instante a pesar de poder moverse se quedaban sin vida, y sonreían así y otras sonrisas contestaban de la misma manera, y así se formaba como una maraña de sonrisa sin vida, enredadas entre sí, como una trampa de ratón que te quiere atrapar, pero que tiene el sonido inmanente e irritante de una bomba nuclear a punto de estallar.

Cuando venían los vecinos era diferente. Cuando ellos venían, podía respirar, las palabras adelgazaban y sus palabras fluían como cascada. Sus movimientos tenían vida, y no solo en las sonrisas, que hacían coreografías con las miradas, sino que sus talones tenían algo especial, como si quisieran correr a vivir.

Cada una de sus bromas, eran como un grafiti en la pared de una fábrica. Los dejaba ser, y perseguir su propia verdad, por más que no exista una verdad, por más que no existan respuestas, por más que no exista un sentido, esa pequeña broma banal y sin un sentido tan claro, les permitía buscar sus propias respuestas o crearlas.

En ese lugar hipócrita, alquímico y rutinario tan vivido como la tienda, los encuentros presentan desenlaces, como intuiciones con cuerpo de Nico y Rodri, los vecinos. Desenlaces que traen desenlaces, entrelazados con nuestra voz interior, que se refleja en ellos por empatía. Ese trabajo arduo sobre la empatía sincroniza casualidades y nos sonríe respuestas por descubrir, como la que nos dice que lo más importante de trabajar no es ganar dinero, aunque sea la excusa, lo más importante es el tiempo que invertimos en nosotros, porque vivir el trabajo pasa por nosotros y nos transforma para bien con empatía y ganas de vivir o para mal.

Y así se la puede sentir. Y así se le puede sentir por las calles de Buenos Aires, llevando bromas que son artes, sonrisas auténticas y talones que saltan ganas de vivir.

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