– Tienes prohibido manosear la nómina – Observó con su chanza de Guardia vieja, el ingeniero Poletti, cuando Natalia Santibáñez, pasó entre los dos, dejando impregnado el pasillo con su aroma esencial a theFlower By Kenzo.

No me malinterpretes, no es personal – continuó el Gerente General – Aquí debemos respetar nuestro código de ética.

– Claro Poletti. Pero no te preocupes, ella es mi asistente – agregué desilusionado.

– Tu asistente, no lo olvides – remarcó el Jefe animándome paternalista a posar mi vista en espacios ajenos a la empresa. Estos agradables tipos Guardia Vieja de Whisky, marihuana y música de los sesenta, sabían como decir las cosas. Continuó su aleccionante sermón en el baño hasta que encendió el cigarrillo aprisionado entre sus dedos largos que señalaban el vacío de las baldosas blancas. Allí lo dejé, el deber llamaba.

Y lo intenté ¡lo juro! Pero fui incapaz de escapar de la constante violación de mi espacio, por la despiadada emanación hormonal desde las zonas del deseo de la Santibáñez. Ella y su rostro de inocente mujer renacentista. Ella y sus labios quietos insinuando el ardor contenido. Ella y esa mirada que convidaba a atravesar el abismo por el estrecho y frágil puente del código de ética.

Roces al entregar papeles. Encuentros súbitos al abrir una puerta. Al cerrar la fotocopiadora, recoger un bolígrafo. Idioma de gestos y miradas para deambular por la oficina como autómata. Revisando sin revisar el trabajo de los empleados. Dando órdenes insólitas que confundían al personal. Y un día la calle

– ¿Te llevo? –

Subió al automóvil con gesto nervioso. En el trayecto paramos por un trago. Hablamos de mil tonterías hasta el portal de su residencia. Luego la despedida, el beso en la mejilla, cercano, de humedad en las comisuras y ese olor, intransigente, cautivando juicio. La vi marcharse, voltear, sonreír.

– Cualquier cosa, gritas – alcance a decirle. Era viernes. Ella hizo un ademán de llamada telefónica.

Y no fue precisamente un grito. El teléfono insistió cuando salía de la ciudad.

– Estoy sola, es fin de semana y tú dijiste que gritara.

Media vuelta, deshice el estorbo de los compromisos. Un bolso delatando su intención de acompañar mis días libres. Aprendimos historias. Medias verdades, cuentos de aventureros. Escuchamos su música. Así se inició su dictadura, sin votos, ni congreso. El restaurante en la montaña. El vino cumplía funciones. La noche rodeándonos. Un beso en la penumbra del auto. breve, sin urgencia. A la vista del parquero vino el segundo, esta vez se sintió la lengua. Las manos descubriendo rendijas, salientes.

Un súbito aguacero privó al parquero del espectáculo. Lo demás testigos fueron los elementos del automóvil, el cuarto de motel, el jacuzzi. Las sábanas. Me confesé perdido. no había otro lugar donde quisiera estar, que el sitio donde Natalia se atreviera a respirar.

Las horas corrieron demenciales y llegó el nuevo día en la oficina. La simulación de la seriedad entre lo furtivo. Miradas, toques, gestos. La intención de quedar a solas, la justificación de excedentes para las horas extras. La oficina convertida en prolongación de los hoteles, mi piso, su habitación, mi vehículo. No había sitio que no ofreciera estímulo para nuestro ejercicio y entre sillas, escritorios, mesa de reuniones, suelo. Sudamos, pisoteamos, arrastramos y ensuciamos el valioso código de ética de la empresa.

El día que nuestra falta se hizo evidente, pasados seis meses, ya no me importaba. Para ese momento había alcanzado el fastidio que produce el dominio de un trabajo y la mortal inconformidad de tener el obstáculo de un Jefe capaz, que detenía mi ascenso. Mi única atadura con la empresa era la presencia absoluta de Natalia.

– ¿Ustedes se acuestan? – Preguntó con seriedad y confianza la Gerente de Personal, cuando nos enfrentó. Poletti había sido incapaz de darnos la cara.

– Claro – me defendí burlón – cada uno en su camita.

– Uno de los dos tiene que renunciar – Continuó la gerente impasible – lo siento, ambos son buenos empleados y mis amigos, pero hay que respetar el…

– Código de ética, ¡qué cosa más absurda!, los sentimientos no tienen códigos – Asumí la responsabilidad total. Yo tenía un camino recorrido y planes de independencia. Natalia era nueva en el medio y debía acumular experiencia. Así que para sorpresa de todos me fui, Natalia quedó en mi cargo.

El cambio de empleo trajo consigo la transformación en mi relación con Natalia. Nos fuimos distanciando a pesar de que nuestros encuentros, seguían teniendo el matiz inicial. Comencé a viajar y en la distancia asumí que a pesar del vínculo, nunca sostuvimos un compromiso. Así, un día dejamos de vernos.

Luego de un año me topé con la Gerente de Personal. Nos acompañamos un café. Comentó en tono malicioso que Poletti había renunciado y Natalia era la nueva Gerente General. Me molestó tal insinuación y recordé a Natalia quejarse un día de un consejo recibido por la Gerente. Para llegar a donde ella quería, debía hacer sacrificios extras. Pues en empresas de corte misógino como aquella, sus cualidades profesionales resultaban insuficientes. Despaché a la Gerente – Natalia no necesita sacrificios.

Pasado un tiempo escuché una voz en el vuelo que me llevaba a Miami.

– Voy a gritar – Natalia se acercó emocionada.

– Los espíritus libres se encuentran en el aire – dije en algún momento.

Compartimos vuelo, recuerdos, nos contamos la historia de la ausencia, la necesidad mutua, reímos, programamos encuentros ahora que ambos podíamos movernos libremente.

– Ahora soy Gerente de la sucursal en Florida, mañana asumo el cargo – me confesó orgullosa, ya muy cerca – Y tengo mucho que agradecerte.

– ¿En serio? yo creo que fue gracias a tu capacidad e inteligencia. – atiné a responder.

– Bueno sí, aunque hay algunos que dirán que fue por…- mi beso cortó sus palabras. Un instante después y detenido en su mirada culminé la frase con cierta ironía.

–…el código de ética.


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