El caso del escritor

El caso del escritor

Javier Rosenberg

18/03/2018

Atesorar. Atestado. Atestiguar. Atiborrar: llenar de algo un lugar, especialmente de cosas inútiles. Colmar la cabeza de lecturas, ideas. Esta es buena, me gusta. Déjenme presentarme. Soy Javier, aspirante a escritor y ahora que estoy sin trabajo por fin voy a tener tiempo para escribir. Después de muchos intentos fallidos ya lo tengo todo planeado. La idea es vivir por lo menos dos años de mis ahorros. Ese es el tiempo que tengo para terminar con mi primer libro.

Pensé en hacerme un par de cuadritos de escritores: Borges, Juan Rulfo y por supuesto, el decálogo de Horacio Quiroga. También me voy a comprar un block de notas para llevar siempre encima; uno de esos con tapa negra, por si la inspiración me encuentra en la calle. Sin duda debo mejorar mi imagen. Conseguiré uno de esos sacos con coderas; como los que se usaban en los ochentas; dan un look intelectual. Todavía no he decidido si fumaré Gauloises como Cortázar o pipa como Gunter Grass.

Como primer ejercicio escribiré diez cuentos antes de empezar con la novela. Trabajaré como un artesano que talla la piedra para descubrir la figura que hay en ella. No es sentarse y escribir lo primero que se te ocurra. Al principio me permitiré ser un poco barroco; todo escritor al principio lo es. Pero después eliminaré de adjetivos insulsos y las frases retorcidas. Solo ideas claras, imágenes concretas y acción.

Por supuesto me levantaré temprano. Nada de mirar televisión toda la noche. En verano desayunaré en el balcón prestando atención al canto de los pájaros, a los destellos del sol, al movimiento de las sombras. Las primeras líneas saldrán naturales. No hay que presionar al arte. Iré anotando ideas, frases; jugaré en torno a una palabra y construiré personajes que iré conociendo de a poco. A veces creo que todas las historias están ahí, solo es cuestión de escribirlas.

Por las tardes quizás duerma una siesta. A las dos en punto empezaré nuevamente con la faena. Por lo menos tengo que escribir unas dos mil palabras por día. Dos mil por cinco, son unas diez mil palabras por semana. A fin de año serán más de doscientas mil. Después de cuatro o cinco horas de trabajo necesitaré una pausa. Si el tiempo está lindo daré un paseo por el parque o iré hasta el supermercado. Me tendré que asociar nuevamente a la biblioteca. A las ocho en punto cena con una o dos copas de vino; no más. En lo que me quede del día haré cualquier otra cosa, quizás ir al cine o a algún café donde se junten los artistas. El fin de semana me dedicaré exclusivamente a la corrección. Si sigo el plan para fin de año tendré listo mi primer borrador.

Uno de estos sábado, buscaré en el mercado de pulgas una máquina de escribir. Pero no puede ser cualquiera. Tiene que ser amor a primera vista. Una tarea de Cupido. Seguro que me van a pedir como setenta euros. ¡Estas loco! diré. Ese vejestorio no vale ni treinta. Perteneció a un famoso escritor de Offenbach, me va a decir como tratando de venderme el oro y el moro. No es una Remington, le diré mostrando que mis argumentos son mejores, aunque en el fondo ya habré decidido comprarla. En fin, terminaremos el regateo en cincuenta y volveré a casa rápidamente. Seguro sentiré ese adolescente hormigueo en la panza ansioso por probarla.

La dejaré sobre el escritorio, junto a la ventana, y le cambiaré la cinta. Será como desvestirla por primera vez. Lo haré lentamente. No querría herir sus sentimientos. Después pondré una hoja en blanco y accionaré la palanca suavemente un par de veces. El papel penetrará en su interior y volverá a florecer del otro lado del rodillo. Bajaré el sujetador con cuidado y este, como quien toma una mujer para bailar un vals, se hará dueño de él. Después intentaré sin ambición unas primeras líneas.

Tic. Tac.

Tiqui, tiqui. Tac.

Tiqui taca tiqui tac.

Su teclado será austero, pero se dejará presionar con facilidad. Podré adivinar el movimiento del complicado mecanismo que me parecerán como contracciones musculares. Pondré una nueva hoja y dejaré correr un disco para que la música me inspire. Una melodía suave, casi imperceptible, como venida de muy lejos saldrá de los parlantes. Serán violines que me harán pensar en una brisa fresca. Pero no como la del mar. Del mar no sé nada. Serán como esas que preceden a la tormenta.

Después el compositor irá agregando violas, violonchelos y contrabajos. La brisa se convertirá en viento. Las hojas de un otoño se deleitarán en una danza enloquecida, jugarán a correrse unas a otras, a revolcase en la vereda, a amontonarse en una esquina. La máquina me pedirá a gritos que apriete sus teclas. Una nueva melodía empezará su tarea con sigilo. Serán como las primeras gotas de lluvia: gordas y pesadas cayendo estrepitosas sobre el techo de cinc. El correteo de un timbal será como un relámpago. El estallido de un platillo decretará lo inevitable. La lluvia caerá furiosas. El andante dará paso a un allegro. ¡A cántaros! Decía siempre mi abuela. Toda la rabia del cielo se desatará envuelta en acordes. No se verá más allá de la esquina. Rayos y estruendos apoyaran en la batalla. Los árboles se empecinaran en mantenerse de pie.

Pero la rabia no durará más que unos pocos minutos. Una tétrica armonía anunciara la rendición. El cuarteto se retirará vencido. Un estacato revoloteará entre los escombros y los charcos. Un último violín en do menor se disolverá en su fuga. Será el triunfo del sol, sobre la hoja aún en blanco.

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