Como tratando de decir adiós

Como tratando de decir adiós

El tercer botón de la bata seguía amarrado a un hilo de vida, como tratando de desvincularse de la prenda color cerúleo.

-Quién fuera botón- pienso. Yo y mis maniobras de escapismo.

Mis compañeros de trabajo me saludan con palabras aún dormidas por el sueño de la mañana, en una procesión apesadumbrada se arrastran por los pasillos de la clínica donde muchos llevan años repetidos de un día tras otro.

Empiezo a atusarme el pelo sin más herramienta que mis manos, tratando de meter en vereda los surcos de una coleta hecha con prisas. Suspiro sabiendo que últimamente lo hago demasiado.

Al entrar en la habitación María tiene el sol de frente. La luz le dibuja en el cabello una tonsura dorada como la cumbre de una sierra nevada. Aún tiene migas de pan en la comisura de los labios y trata de limpiarse con un pañuelo de tela bordado de antaño.

Le mido las constantes mientras me habla de las cosas de siempre: del hambre de la posguerra dibujada en sus costillas de niña y de un listado de achaques propios de la edad.

Caigo en la cuenta de que adornan sus orejas unos pendientes, síntoma inequívoco de que han ido a visitarla y se ha desprendido del manto de somatización y tristeza habituales. De lo contrario, la hubiese encontrado con un pijama rosa palo y el rostro semicubierto por el cuello de un batín, como tratándose de arropar contra la adversidad.

«Me han traído racimos de uvas y he encontrado una manera de mantenerlos frescos. Si quieres puedes coger unas cuantas». Descubro que su pequeño secreto es un paño extendido en la repisa de la ventana donde el sol no alcanza y la sombra cobija los dos racimos de uvas blancas.

Hablamos, hablamos mucho. Siempre hay lugar para el comentario de una foto en blanco y negro cuando hacemos terapia. Viajes a Sudáfrica, dos matrimonios, un bisnieto y casi noventa y dos años de historias pegadas a la piel como los anillos de un gran roble.

Pasados los supuestos cuarenta y cinco minutos de terapia que se han convertido en diez más, salgo de la habitación y me meto en el despacho, que no es otra cosa que una sala abandonada a su suerte llena de ordenadores que no funcionan, una ventana que da a un patio interno y el espacio justo para una mesa y dos sillas verde pupitre. Coloco apresuradamente el material sobre la mesa justo cuando Urbano toca a la puerta.

Urbano jamás recuerda mi nombre, pero siempre me obsequia con un apretón de manos como si fuese la primera vez que nos vemos.

Hace algunos años que su discurso no siempre es entendible, el maldito ictus le dejó más secuelas de las esperadas, pero su voluntad es inaccesible al desaliento y sigue acudiendo a terapia puntualmente. También sigue desayunando con las noticias mientras se ocupa de su esposa cuya salud es delicada, a pesar de que él insista en que está mejor cada vez que le pregunto por su estado.

Hoy tiene uno de los regalos más bonitos que me han hecho nunca, pero él no lo sabe porque no se lo digo. Tras meses tratando de producir una frase compleja con sentido, me dice: «mi mujer me dice que me estás arreglando muy bien». Y yo obvio el hecho de que quizá «arreglar» no era el término preciso y aguanto las lágrimas de las alegría más bonita que me han dado cinco años de profesión.

Al acabar la sesión miro mi agenda. Ahora tocaría el turno del último paciente de la mañana. Sin embargo lleva unos días negándose a hacer terapia. No voy a forzarle. Se me transforma el rostro pensando en Juan y, automáticamente, el cuerpo me impulsa a buscar en mi libreta de notas la última frase que dibujó con la mano izquierda a pesar de ser diestro. Las letras casi me queman: «estoy cansado de mi vida». Cierro el cuaderno y exhalo todo el aire de forma virulenta. Cojo el ascensor hasta la tercera planta donde me contento con observar a Juan desde la puerta.

Hoy es mi último día. Me marcho en busca de las oportunidades que este país no me ofrece para seguir pagando el alquiler sin jugar con las cifras. Me voy porque no quiero ser cómplice del dolor, de la muerte, de mi propia debilidad y de mi cobardía.

Cuelgo la bata cuyo tercer botón sigue amarrado a un hilo de vida, como tratando de desvincularse de la prenda color cerúleo. Como tratando de decir adiós.

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