Al día siguiente, el sol irisó sus hileras, otra vez, sobre el páramo alboreado con el sondeo de los llantos y el olor fatigante a pólvora. La carrera de nuevos modelos inspiracionales se embriaga en sauces del pasado. Cada uno patina, a ribera de semblante dudoso, por ver quién es el primero en resbalarse sobre sus propios sesos. La rutina del carnaval sádico se ha tornado la cresta de juicios indiscretos, donde la calle se adorna con flores de féretro para la niñez desguindada.

El grito sónico de las madres se transporta en las colinas, mientras los archivos expiatorios de la madre patria duermen en silencio, en una quietud extremadamente irritante que desnuca la cordura del pueblo y los cimientos tambaleantes en los que se forjó la seguridad social. El policía, atrás ha dejado la placa que ronronea junto al diafragma, lanzando su última tonada del himno nacional. Aquellos hijos suyos se han afilado a vuelo de pulgares que aún impelen el gatillo de las pistolas resguardadas por los salvavidas. Su espalda contempló el edificio del Departamento de Policía, que en sus hormigones y en el cemento interminable, aún conserva la mugre deslindada de los monstruos que mataron a quemarropa.

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