Sócrates al volante
Subí al carro y, las cortesías de siempre, se las despaché al conductor como si fueran las pelusas de mi abrigo. «¿Adónde?», «Al aeropuerto». Me quedé viendo por la ventana mordiéndome las uñas y revolviendo mi cabello. Me volví al retrovisor sin pensar; me encontré con la mirada fruncida del conductor. Tras un par de segundos con nuestros ojos anclados, que...