Como para el poeta, para mí la infancia también son recuerdos de un patio, de un patio de vecinos de la calle Mazarredo.

Es curioso como los nombres, a fuerza de decirlos durante toda la vida, adoptan un sonido propio, una cadencia especial que depende de aquello en lo que los haya transformado la memoria. A la sombra de mis recuerdos, Mazarredo, el apellido de un marino ilustre, todavía desprende olor a puchero con toque de hierbabuena, aún hoy sabe a albóndigas y me trasmite sensación de ternura.

Mis abuelos vivieron siempre en esa calle. “El número nueve de la acera de la izquierda, según se sube”, le oí decir mil veces a mi padre, en un mundo en el que todavía las direcciones se explicaban y las calles se recorrían para acompañar al extraño hasta el lugar de su cita. Era, aquel, un patio de los de antes, de aquellos de cocina y cuarto de baño compartidos, donde la gente era familia a fuerza de prestarse alegrías y llorarse tragedias.

Me pasé la infancia visitando aquel patio los domingos. Recuerdo el ruido de los tacones de mi madre, caminando a duras penas por las piedras que formaban la calzada, repiqueteando con golpes rítmicos en las losas que alineaban las aceras. La puerta de la casa que daba al exterior era un gran portón de madera que siempre estaba abierto durante el día. Una vez que se traspasaba el zaguán, de altas paredes encaladas, el mundo parecía extender la vida en forma de plantas por un espacio central, en el que confluían todas las puertas de los vecinos. Mi abuela Rosario y su universo: Teresa, menudita y llena de arrugas, Angelita, la del fondo, que vivía con su sobrino, Margara, alta y muy seria. Todas, como ella, de negro, vistiendo un luto propio que parecía individual, pero que sabían convertir en colectivo cuando lloraban juntas.

Mi padre y sus hermanos aprovechaban el partido de fútbol televisado como excusa de reunión familiar, y el grupo de primos hacíamos pandilla fuera, contando cuentos de miedo, jugando a juegos de niños. Las tardes eran de calle ya hiciera frío o calor. Reconocíamos ese tiempo en el que la libertad era absoluta porque siempre transcurría entre el bocadillo de chocolate y la sopa caliente, únicas manecillas que marcaban la hora en el reloj de los niños de entonces. La rayuela pintada en la acera, la lima si la lluvia había dejado barro, las carreras, siempre, subiendo y bajando aquella acera que hacía cuesta donde cada portal era una invitación a hacer amigos y a contemplar otras formas de vivir la vida. Las noches eran de charla de mayores si el frío o la lluvia no nos dejaban salir o de contar estrellas y soñar historias en tiempo de verano, cuando el escalón del portal recién baldeado rezumaba frescor desde el ajedrezado del suelo. El canto de los grillos era la banda sonora de una infancia de saltos desde el pretil, de heridas sufridas y secretos guardados.

Ahora estoy segura de que en aquella calle de un pueblo de Cádiz, al sur del sur, aprendí a soñar. Tengo la certeza de que fue allí donde hice mis primeros amigos, donde salté por primera vez a la comba y aprendí a bailar una peonza. En aquel hermoso lugar que lleva nombre de un marino ilustre, estrené, de alguna manera, el alma. Desde entonces, hay un hueco dentro de mi corazón, un sitio al que me mudo cuando todo se hace insoportable, cuando necesito sentir el aroma a puchero con toque de hierbabuena, el sabor de las albóndigas y la confortable sensación de la ternura.

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