Amanece en una ciudad de cuyo nombre no logra acordarse el Lobo (como así lo llaman), al menos desde que el maldito alzheimer borró cualquier dato personal de su memoria. La Paqui dice que es mejor así, que de ese modo no recuerda lo que es dormir en un colchón como Dios manda, y no puede compararlo con unos cartones de mierda y el suelo duro de la calle.

Faltan pocos minutos para que el Lobo despierte; la Paqui lo sabe porque cuando duerme boca arriba el pecho se le colapsa y empieza a toser como loco. «Falta muy poco para que aúlle y empiece a vitorear el himno de la selección española», piensa ella. Porque si algo no ha olvidado el Lobo, es cuando Iniesta metió ese golazo en el minuto 116 en el que España entera se paró en seco.

—Una vez, se despertó a las cinco de la madrugada gritando: «¡Iniesta es el mejor!, ¡Iniesta campeón!» y llamaron a la policía. ¿Y sabes qué?, no vinieron —cuenta a todo el que se preste a escucharla —. Porque somos basura, basura que ya está tirada. Pero, cuando pagaba mis impuestos y mi casa, la que se quedaron esos hijos de puta del banco, ahí sí que era persona; ahora no, ahora somos mierda.

El Lobo empieza a moverse, su pecho se eleva acompasado y de repente escupe una tos, que de tan seca, se le saltan las lágrimas como si su cuerpo quisiera brindarle el agua que necesita. Ella le ayuda a apoyarse sobre la pared, dentro de una sucursal bancaria (su casa desde que esos cabrones le robaron la suya y la tienen escondida ahí dentro). La Paqui se compadece de ese cerebro vacío de recuerdos, aunque sí que le gustaría olvidarse del día que empezó a vivir en el cajero de un barrio aledaño de Barcelona.

Le acerca una botella de agua al lobo seco, quien se aclara la garganta, y empieza el ritual:

¡A por ellos oe, a por ellos oe, a por ellos ooee, a por ellos eoeeee…!

El cielo, aún legañoso, va dibujando los colores de otra mañana. Una más en la que en las paredes de un pequeño cajero automático resuena el aullido de un lobo de unos sesenta años, un lobo con memoria de pez que continúa agasajando al equipo español.

La Paqui lo abraza.

Se pregunta si tendría mujer antes de que lo encontrara tirado en la calle con una maleta en una mano y una carta en la otra que decía: «Lo siento, no puedo con esto, no puedo soportar que no me recuerdes cada mañana», sin firma. Sólo un rostro perdido y ajado por las agujas del tiempo. Lo recuerda muy bien.

El Lobo ha despertado. Ella le besa en la mejilla, se presenta, y empieza a contarle una vez más su vida precaria. Es la octogésima vez que lo hace (lleva la cuenta por si algún día él la recuerda, así sabrá el número en el que sucedió el milagro).

Lo quiere mucho, no sabe nada de su pasado, y apenas hace unos meses que lo conoce, «Pero tirarlo así… eso no se hace». Ella sabe lo que es que te tiren a la basura. Su marido le echó de casa poco antes del desahucio. Tenían poco, poco y nada.

—Él se quedó con el poco y yo con nada —cuenta con lágrimas en los ojos.

El Lobo parece escucharla, pero no la mira. Está hechizado observando a través del cristal a un gorrión y una paloma enzarzados por un trozo de pan duro. No sabe que ella ya le ha contado más de cien veces su historia.

Se levanta, hace un esfuerzo por mantener el equilibrio (la Paqui sabe que siempre se marea si se levanta deprisa y se lo recuerda, aunque sabe que es inútil). Sin escuchar sus consejos, abre la puerta acristalada (dejando atrás carteles de préstamos imposibles y tarjetas mágicas, en los que ni por asomo él se fijaría; a ella en cambio no se le escapa ni una de las invenciones de los bancos…).

Con sus patas aún trémulas logra sentarse en el escalón de la entrada.

—Vas a coger frío —le recuerda ella.

Afuera continúa la batalla de las dos aves, en la que por momentos parece ganar el gorrión y por otros el pichón. Las observa con la inocencia de un niño, alentando al gorrión y haciendo palmas.

Es la hora, pero él no lo sabe: el banco va a abrir sus puertas.

—Mi casa —le cuenta la Paqui apoyándose en su hombro —, de la que sólo puedo enseñarte el pasillo, va a tragarse a unas pobres personas que saldrán de aquí con el bolsillo tranquilo y la cabeza llena de mentiras. Tenemos que irnos, compañero. Pero volveremos, porque esta es mi casa… y la tuya, ¿me oyes? Ellos tienen el resto ahí dentro, pero el rellano, es nuestro.

La Paqui empieza a recoger el chiringuito; el Lobo protesta, pues quiere ver el final de la batalla, así que la aparta con gesto descortés y sigue con la mirada puesta en el gorrión como si de un programa de televisión se tratara. Ella no se enfada, recoge también su cartón y sus escasos enseres; se sienta a su lado y le susurra al oído:

—No te molestes, siempre ganan los grandes. Hagas lo que hagas.

Segundos después, el gorrión cae y se levanta desmelenado, observando la derrota desde el pavimento. El Lobo enarca una ceja y la mira sorprendido, como si la Paqui fuera poseedora de una sabiduría prodigiosa.

Ávido por levantarse, se tambalea de nuevo en sus piernas temblorosas, pero esta vez ella lo sostiene con fuerza. Y ambos moradores de rúa inician la caminata por la calle que les dará una limosna para malvivir el día a día.

«Y así será cada día, hasta que uno de estos cartones amanezca vacío, y entonces pase el camión a recoger la basura», piensa la Paqui.

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