Estella y el polvo de la calle Bagnolet

Estella y el polvo de la calle Bagnolet

Javier Vidal

21/12/2017

Acababa de cargarla. Mi novia de entonces, una irlandesa con el nombre de la hija del dios mitológico Mannanán mac Lir, venía de cazarme practicando el woogie woogie con una bailarina que me hacía sentir como si tuviera quince años a los treinta y que, todavía a día de hoy, el simple hecho de rozar de nuevo con la memoria esos ojos azules me sigue generando calambres que retumban en mi pelvis los días de frío intenso.

En aquel momento vivía en un pequeño apartamento de la rue de Maraîchers que compartía con un maricón y un venezolano fiel y de pelo largo y claro, de vez en cuando, bebíamos más de lo recomendable y que si las arepas y las burbujas, y que si las francesas combinadas con la hierba producen alucinaciones, y la cosa terminaba en polvos dramáticos y frenéticos que ponían a prueba el cabecero de la cama y la paciencia de los vecinos…Pero volvamos a la historia que nos ocupa, la que tiene relación con la foto en la parte inferior y que Google Maps nos muestra iluminada por el sol, con colchón y señorita de pelo corto de cara difuminada.

Se trata de la rue de Bagnolet, una frontera invisible del Distrito 20 de París que sirve de lugar de encuentro entre los que no gozan de buena salud financiera pero quieren comer cuscús rico en el restaurante Abribus y los turistas que se pasan toda la mañana buscando la puta tumba de Jim Morrison en el cementerio del Père-Lachaise.

Ahí, en la intersección entre la pared azul del «Cabinet Infirmier» y el blanco escayola del 107, me encontraba yo un cálido jueves 8 de junio del 2007 a las 18 horas. Y me acuerdo de la fecha y de la hora porque, solamente en ese espacio temporal entre el 1 y el 15 del sexto mes y en esa franja horaria, se puede disfrutar de la primavera en el barrio. Mientras tanto, los Campos Elíseos brillan todo el año.

Caminaba con el estómago lleno junto a mi amigo Carlitos, uno de los míos, de toda la vida, con tendencia al exceso y la depresión capilar, cuando comencé a llorar.

-Pero chico, ¿qué te pasa ahora?

-Que me siento de puta pena por lo que he hecho…

– Anda, anda, déjate de tonterías que eso nos ha pasado a todos…

– Pero a ti…- pregunté con la nariz taponada por los mocos- ¿cuándo te han pillado, cabrón?

-Pues nunca, pero vamos, que eso es sobrevivir a cuatro o cinco días malos, de interrogatorio y eso, y si la chavala te quiere…pues que te perdona y aquí paz y después gloria.

El caso es que esas palabras me calmaron un poco (taponaron las lágrimas) y sin embargo, con cada paso, me daban unos retortijones del carajo.

-Carlitos, me encuentro como el culo…en serio, algo me pasa.

-Nada, eso son los nervios. Vamos a tomar un Gin Tonics bueno bueno y te se quitan todos los males.

Continuamos unos metros en dirección a la Fléche d’or, el bar de moda en aquel momento y situado en el 102 bis de la misma calle, y la vimos. Andaba por nuestra acera. En dirección contraria. Negra. Alta. Delgada. Con pelo a lo afro, dientes tan blancos como la conciencia del papa Francisco y doblaba su cuerpo con cada paso, con cada pliegue de su minifalda blanca y azul, como pidiendo por favor que alguien la liberara de tanta belleza de la sabana, de tanto amor azabache, de ese grito que nacía entre sus piernas.

Carlitos y yo nos miramos por el rabillo del ojo y cambiamos de ritmo de manera inconsciente, en un intento un poco absurdo de prolongar ese momento que se desarrollaba a cámara lenta en el triángulo fatídico que siempre forman el cerebro, el corazón y los testículos.

Cuatro pasos nosotros, dos ella, cuatro pasos nosotros, otros dos ella, hasta que, por cuestiones de física y movimiento de dos cuerpos que se acercan a distintas velocidades sobre el mismo plano y que a mi se me escapan porque soy de letras mixtas, nos cruzamos y la olí y eso…eso era ambrosía, señor, el puto maná caído del cielo en mi desierto de culpa y remordimientos.

-Madre mía de mi vida- dijo Carlitos en voz alta y en perfecto castellano de Segovia.

Uno. Dos. Tres segundos pasaron y entonces pude oírlo:

– Et, toi, le beaugosse de la chemise blanche…

Mi comprensión francófona me obligó a girar el cuello.

-Oui, toi, viens ici…

Respiré hondo, me olvidé del dolor de barriga (tú no te cagues encima, me repetía a modo de mantra), comprimí el esfínter, respiré para dentro y me dirigí hacia ella. No miré atrás pero sé que Carlitos se mantenía sobre sus dos atléticas piernas con cara de «¡qué coño está ocurriendo aquí!», y fui aspirado por la susurrante voz de la sirena petróleo hasta la puerta verde de la fotografía.

Ella, en ese momento todavía no la conocía por su nombre, sacó una llave del bolso, abrió la puerta con un hábil giro de muñeca (¡qué muñecas, mon Dieu!) y dijo con una voz que resonó en mis oídos como a una bala de 9 milímetros atravesando un tarro de miel:

-Vas´y, rentre…n’ai pas peur.

Y entré.

Desde entonces, Estella, así se llamaba la criatura, me visita de vez en cuando en mis sueños más húmedos, la irlandesa se ha casado con un hombre de verdad pero con cara de pastor belga, Carlitos vive frente a la montaña nevada incluso en verano y me llama hijo de puta cada vez que me ve, la rue de Bagnolet es el epicentro de un pasado cada vez más difuminado y Paris y esa puerta no se acaban nunca.






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