Ejido, algo parecido a un fraccionamiento, pero con ambientes más rurales y, en algunos casos, sin tanta sub/urbanidad cuadrada. Éstos son ubicados en el valle, parte del municipio que no pertenece a la ciudad. Mi municipio, Mexicali, tiene muchos ejidos, aunque yo hablaré de uno en particular, el Ejido Puebla.

Calle Segunda, donde forjé mi carácter a base de burlas, risas y dolor, tanto físico como psicológico. Es muy curioso, yo ni siquiera dormía en el ejido, mi casa se encuentra en un fraccionamiento a 10 minutos de ahí, pero por factores familiares y laborales, mi familia y yo, frecuentamos demasiado este lugar, incluso me siento mucho mejor aquí que en otras partes. Mi abuela paterna, Isabel (Chabela) y su hijo menor, Carlo, vivían en la casa 505 de la Calle Segunda, mismo lugar en el que mi abuela tenía una tienda de abarrotes conocida por todos los ejidatarios.

Mis hermanos y yo cursábamos la educación primaria en una escuela que se encontraba a una calle de aquel establecimiento. Al salir, caminábamos hasta la tienda de nuestra abuela, donde se encontraba nuestra madre y nuestro padre, ayudando a mi abuela con su trabajo. Todo esto iba tranquilo hasta que conocimos más a nuestros vecinos, unos muy tranquilos y otros extremadamente vulgares, personas que debes conocer para saber cómo puedes terminar si no tienes iniciativa por salir adelante.

En la tienda de mi abuela teníamos «máquinas de arcade», aparatos de diversión que eran usados por un sinfín de personas. Desde niño tuve una aflicción por éstas, se dice que comencé a tener hiperactividad a causa de estas máquinas; movía las manos y comenzaba a brincar sin control cuando las veía encendidas… hasta que alguien soltaba una risa por mi aspecto al hacer estos movimientos involuntarios. Mi complexión no ayudaba, era un obeso brincando y moviendo las manos, de aquí salieron tantas frustraciones, tantas que fueron suficientes como para lograr controlar un poco estos movimientos, mas mis pensamientos se retorcían cada vez más por aquella «superación» que me obligaron a tomar los vecinos de la calle Aquiles Serdán. «La Chinesca» le decían a una sección de esa calle, donde vivían muchos de aquellos chicos problemáticos. Con ellos pasé situaciones únicas en la vida: peleas en la calle, daño a propiedades ajenas, traiciones de viejos amigos, etc.

Al lado de la casa de mi abuela, vivía mi tía, su hermana Lidia, con su hija (mi tía) Teresa. En un punto medio de estas casas se vivió una pelea que, hasta la fecha, tengo en mi memoria como un momento tétrico. Nunca había visto a mi tío Carlo con un yeso y sangrado, tampoco a mis otros tíos tan enojados como en esa noche. Nunca podré borrar de mi mente la frase que dijo un amigo de mi tío al entrar a la casa de mi abuela: «¡Un cuchillo, ¿dónde hay un cuchillo?!»… y todos los que estábamos adentro temblando con pánico. Mi tío Daniel, hermano de mi tía Teresa, golpeó a un hombre hasta teñir su cara de rojo.

En agosto de 2008 falleció Chabela, mi abuela; desde entonces, la responsabilidad de la tienda cayó completamente en mis padres. Mi padre, por su trabajo de docente, atendía poco tiempo; mi madre estaba cuando papá tenía sus ocupaciones. Yo, con muchos síntomas de TDAH, tuve la iniciativa de usar la caja registradora desde hacer mucho tiempo, por lo cual, fui el primero de mis hermanos en atender la tienda solo. Este tiempo fue en el que más tuve la dicha de conocer personas de todo tipo, al igual que el desarrollo de un sentido del humor malcriado que tenían los chicos que nos visitaban, hasta Carlo (mi tío, hijo de mi abuela) era un poco cruel con lo que me decía. Recuerdo que mi tío una vez me defendió de los insultos de un chico burlándose de él con un «justificado» abuso de poder.

Y con el paso del tiempo las cosas fueron cambiando. Se pavimentaron las calles, el parque dejó de tener tanto pasto y árboles, llegaba más personas mientras otras cuantas se iban, así mi tía Marisela (hija de Isabel) se quedó con la casa de mi abuela y mi tío Carlo se fue a otro lugar para vivir con su nueva familia. Admiré a muchos tipos que jugaban arcades como yo, mismos que no hicieron realmente nada por mí, pero que aún extraño en estos días, al igual que a todos y cada uno de los que pasaron un buen tiempo conmigo; creo ellos me ayudaron a ser quien soy ahora, inclusive más que quienes dicen tomarme enserio en cualquier parte que he visitado.

Dejé de frecuentar este sitio el 2012, cuando mis padres decidieron cerrar la tienda. El 2013 pasé a la preparatoria, la cual se encontraba a 15 kilómetros de este mágico lugar. Actualmente estoy estudiando en la universidad, y cada que me siento tranquilo pienso: «Qué lindo sería visitar el ejido Puebla para revivir la pelea divertida entre Lupe y Sammy por ver quién se embriagaba más por una chica, escuchar las tonterías que decía Miguel y Chucky, pasar un rato con el Negro para hablar sobre la vida, ponerme a monologuear bajo el tremendo Sol que no alcanzaba a mi imaginación, salir en bicicleta a ver el panorama, esperar a Jaime y a David para ensayar con mi teclado y sus guitarras, usar la antigua caja registradora de mi abuela, atender clientes, ver a Dullan en el campo de béisbol, acostarme bajo un árbol… y muchas cosas más.»

Es una nostalgia enorme. Los domingos paso poco tiempo ahí para continuar asistiendo a la parroquia que me ha ayudado a no ser tan mal educado; igual, sé que no dejaré de agradecer a este ejido por moldear a mi persona, le estaré en deuda durante toda la vida y toda la muerte.

Puebla, gracias por hacerme el loco que soy ahora. Te dedico este escrito para que no me olvides. Se despide de ti, tu fiel descendiente, Ronaldo.

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