Como si hubiera pasado ayer, me veo a mi de niño sentado en la mesa esperando impaciente ese postre cincelado.
Ese delicioso manjar dulce llamado arroz con leche, removido en aquella olla gris por la que los años no pasan. Un inmenso «mar» blanco por el que navegan barcos de canela e icebergs de limón, donde la marea la forma un cucharón de madera guiado por esa delicadeza y amor que únicamente y por suerte para mí, tiene mi querida «Tita».
Después de la incesante marejada de cariño, ese deleitable «mar» blanco debe reposar. Unas horas por las cuáles todo se solidifica, cae una ventisca azucarada proseguida por una tormenta requemada que se fusiona creando un caramelo crujiente y exquisito.
Una cucharada de esta obra de arte te lleva al mismísimo Valhalla, al Olimpo o incluso Babilonia. Es una explosión de dulzura en tus papilas gustativas acunadas por el limón, la canela y el caramelo.
Gracias por brindarme estos placeres indescriptibles, y sobre todo gracias por poder tomar tu amor a cucharadas. Te quiero.
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