Ana ha puesto el anuncio de alquiler de su apartamento esta mañana, y ya está recibiendo llamadas:

—¿Si?… Sí, soy yo… ¿Para una empresa?… ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuál es el nombre de la empresa?… ¿Revolot!…

Mauricio trabaja en Revolot. Ana sigue la conversación con el interlocutor, pero su mente está en otra parte lejana. El olor a sal y a aceitunas aliñadas le invade los sentidos. Y recuerda la habitación del hotel con las ventanas abiertas. Y siente la brisa marina, y el olor de su vello negro: «Tiene un gran matojo de vello negro, muy muy rizado y brillante, con alguna cana. Recién duchado lo disfruto, pero es cierto que me gusta más cuando ha pasado un rato y huele a lo que tiene que oler, un olor fresco, natural. Me siento en el borde de la cama, Mauricio camina tímido hacia mí, le bajo un poco el calzoncillo y planto ahí mi nariz e inspiro profundo. Acompaño el olor con el tacto y le toco. Le gusta mucho, le excita. Pone sus manos en mi cabeza, se agacha y me huele el pelo. Dice que huele a aceite de pistachos y a mar. Me echa para atrás y se tumba sobre mí, nos olemos. Pasamos horas oliéndonos y besándonos. Y se hace de noche, y luego de día. Tenemos hambre y nos comemos. Jugamos, susurrando: el ombligo te sabe a miel, los tobillos a tomillo, la nuca a mermelada de arándanos… Y así pasamos las horas, con te quieros por el medio, yo muy mojada, y el muy duro. También me gusta el olor de sus sobacos, sobacos frescos, no revenidos. El olor de su sudor, el sabor de su piel, me vuelven loca».

—¿Disculpe? ¿Sigue usted ahí? El apartamento es para dos trabajadoras por un periodo de seis meses.

—Oh, bien, bien, me podría interesar. Si le parece, me puedo acercar a sus oficinas para hablar en detalle. Y dígame, si no es indiscreción, ¿Mauricio Rodríguez sigue trabajando con ustedes?


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