–¡Cerezas! –escuché la resonante voz de un vendedor ambulante–. ¡Ricas cerezas!
Me asomé por la ventana, entrecerré los ojos disfrutando la suave brisa y volé nostálgicamente a tiempos pasados, a la casa de mi madrina Nina. Mis recuerdos me llevaron directo a su cocina. Sentada al lado de una mesada de roble, observaba como Nina descarozaba las grandes y carnosas cerezas con una cerilla.
–Cuando sea grande, ¿voy a saber cocinar como tú? –pregunté robando una cereza ya descarozada.
–Empecemos a aprender ahora mismo –ofreció Nina sacando una cerilla de la caja–; tomá y hace como yo.
Agarré una cereza, le saqué el pedúnculo y en su lugar metí la cerilla tratando de empujar el carozo. Para que no se me escape apreté la fruta y un jugo de color carmín vivo explotó rociándome los dedos. “Tengo mucha sangre” –grité riéndome, chupándome los dedos y haciendo muecas imitando el dolor. Mientras tanto Nina terminó con las demás cerezas y armó una colina de harina.
–Parece una montaña –dije.
–¿Quieres ver cómo se esconde el sol en ella? –escogió un huevo, lo apretó entre sus dedos, plum, y la yema cayó justo en el centro de la colina blanca.
–Ahora yo –supliqué–. Cogí otro huevo, lo apreté y me sorprendí en cómo mis dedos, recién “sangrados”, se hundieron en una sustancia viscosa que se deslizaba cayendo sobre la colina destruyendo su forma y levantando las partículas de polvo blanco que levitaban sobre la mesa. Nos reímos.
Nina zambulló sus dedos en la masa amasándola con una rapidez y fuerza inapropiada para su delgadez. Recuerdo haber contemplado lo acaecido, hechizada por el espectáculo: una danza ritual de un hada de la cocina. Se movían sus brazos, sus hombros y sus senos con un ritmo de un candombe. Nina levantó el brazo acomodándose con el codo un rebelde mechón que a menudo se le escapaba del manojo de rizos acoplados en la cabeza y dejó ver el sensual hoyo de su axila, blanca y suave, con los chiquitos pliegues apenas visibles. Estaba tan sensual y linda mi Nina. Y yo quería ser igual a ella: linda y sensual. También levanté el codo, copiándola, y lo pasé por mi frente; zambullí mis dedos en las pocas migas que quedaban sobre la mesada y las amasé moviendo los hombros.
Llegó el momento de armar los varéniques. Los de Nina salían todos iguales: blancas “nubes” rodeadas con una trenza. Los míos eran unos monstruos deformados, gordos y orejones.
La cacerola ya estaba puesta sobre el fuego. En quince minutos las nubecitas junto con los monstruitos estaban servidos en un plato, cubiertos con crema de leche y rodeados de misterioso vaho. Nina cortó uno por la mitad y un sabroso jugo de color carmesí se extendió por el fondo del plato. Percibí el sutil aroma de la cereza cocida y sentí un astringente y dulce sabor sobre mi paladar.
–¡Cerezas! ¡Últimas! –gritaba el vendedor extendiendo las palabras.
Agarré la billetera y me apresuré en salir para cumplir con mi nostalgia.
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