El último día de las fiestas del pueblo se lidiaban los toros en la plaza que estaba en las afueras y que, más bien, era un cercado con pretensiones. Mi hermana y yo, las dos solas, nos quedábamos afuera durante la corrida. Después de matar al segundo o al tercer toro, yo la ayudaba a colarse por un ventanuco que daba a un pasillo estrecho y, luego, a un corralón. Allí, en un aparte separado por una valla, dejaban los cuerpos ensangrentados de los toros muertos. Mi hermana, con una hachuela afilada que había sido de nuestro padre, le cortaba el rabo a un par de ellos. Regresaba con el mismo sigilo y recorríamos las calles del pueblo ocultando nuestro tesoro.

Una vez en casa, riéndonos, temblando a ratos, los limpiábamos y ella los guisaba. Poco a poco, el caldo se iba espesando y el vino tinto se abrazaba al recuerdo del animal bello y negro que había sido. Dos hojas de laurel daban vueltas junto a su cuchara de madera y se hundían lentas, pero sin remedio, entre la cebolla y las zanahorias picadas, chapoteando en lo que fueron tomates maduros, unos ajos, un puerro. Después de ponerle sal y pimienta, ella tomaba una rama de tomillo de la alacena y lo deshacía en la mano para no poner ni mucho ni poco. Luego, me acercaba la mano a la cara y me decía:

‒Huele.

No tenía más remedio que cerrar los ojos y aspirar, para recordar el mismo momento de los años pasados. Nos quedábamos embelesadas ante la vieja olla de nuestra madre observando cómo la carne se despegaba del hueso, fibra a fibra, dándole vueltas sin parar a todo con la cuchara, poco a poco.

Cuando, por fin, el estofado estaba hecho, lo tapábamos y lo dejábamos enfriar hasta el día siguiente. Para entonces no quedaba nadie en el pueblo, era lunes y todos tenían que trabajar. Al mediodía, lo calentábamos y lo comíamos, morosas, chupando la poca carne que quedaba pegada al hueso, para encontrar el vino tinto en los rincones donde antes había estado el final de la médula y sólo quedaba ese resto de vida, adorable, sublime en la punta de nuestras lenguas.

Terminada la comida, fregábamos, recogíamos en un silencio respetuoso y cerrábamos la casa hasta el año siguiente.

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