El tren nunca fue mi medio de transporte preferido. Siempre lo relacioné con largas esperas, en las estaciones, en las extrañas paradas que realiza, a veces, en mitad de la nada, con los retrasos…

Y allí estaba yo. Esperando en medio de una llanura donde el gran caballo de acero llevaba más de una hora detenido sin un motivo aparente. La ventanilla mostraba una planicie cubierta por el cultivo de algún cereal que amarilleaba el paisaje. El sol, por su parte, calentaba la carrocería del vagón, desafiando al aire acondicionado que no daba la talla. La temperatura ambiente, poco a poco, iba sumando grados poniendo a prueba la paciencia de todos los allí presentes.

No había bar, ni dentro ni fuera, y, entre la sed y el hambre, me estaba empezando a agobiar. Opté por dar un paseo a lo largo de aquel angosto pasillo que no llevaba a ningún lado.

Los viajeros habían comenzado a dar las primeras muestras de cansancio ante aquella insoportable situación protestando, cada vez más enérgicamente, ante alguno de los pocos empleados de la empresa ferroviaria que, de vez en cuando, salían de sus apartados secretos y se atrevían a mostrarse en público.

Por fin, el ferrocarril retomó su marcha y, como un sortilegio, todo volvió a funcionar; el climatizador volvió a refrigerar nuestro hábitat y los revisores y azafatas volvieron a hacerse visibles, con sus afables modales y sus ensayadas sonrisas. Los ánimos se relajaron y, excepto unos cuantos clientes que no olvidaban, la mayoría del pasaje se mostró compresivo, encajando con deportividad el retraso que nos iba a costar alrededor de un par de horas de nuestras vidas.

Al llegar a mi destino corrí en busca de un taxi que me llevó al hotel que, unos días antes en una agencia de viajes, me había seducido prometiéndome una grata estancia durante mi visita a aquella maravillosa ciudad.

Apenas me hube instalado, salí a descubrir aquellos rincones que ya había investigado por internet. Visité, comí y me fotografié siguiendo el guión por mí mismo establecido, sin sacar los pies del tiesto en ningún momento.

Volví a mi habitación de noche, a la hora prevista. Al encender la luz advertí que una cucaracha me miraba, retándome. Rápidamente arranqué de mi pie uno de mis lujosos mocasines y la golpeé, varias veces. Al incorporarme vi otra que estaba apostada en la mesita de noche y, al lanzarme contra ella, se dio a la fuga. Logró esconderse tras el mini bar que retiré para rematar la faena.

Maldita sea la hora en la que se me ocurrió enrolarme en aquella campaña. Al apartar el pequeño frigorífico removí, sin saberlo, algún solidario sentimiento que movilizó a todas las cucarachas de aquella parte del mundo contra mí.

Salían por cientos y se dirigían hacia donde yo estaba. Por mi parte, me atrincheré en el cuarto de baño colocando una toalla bajo la puerta, en su apertura inferior, y otra en el dintel de esta para evitar ataques por el flanco superior. Eran mis únicos parapetos.

Armado con mi zapato y sentado sobre la taza del váter, cerrada con tapa por supuesto, pasé toda la noche en vela, vigilando las posibles vías de entrada, dispuesto a vender cara mi piel si fuese necesario.

Por fin llegó el día. Aparté mis defensas dejando entrar los rayos de sol por las rendijas que estas dejaban libres y abrí.

Entre, o salí, según se quiera ver, como había visto hacerlo en las películas de policías; despacio y sigilosamente, apuntando mi calzado en la dirección que mi vista enfocaba y cuidando donde pisaba. No había ni rastro de la pesadilla. Aquellos bichos se habían replegado pero estaba seguro que volverían a vengarse aquella misma noche.

Aproveché la tregua matutina y, enarbolando mis ojeras y mi mal humor, me dirigí a la recepción donde expliqué, conteniendo mi rabia, lo sucedido a una señora uniformada que estaba detrás del mostrador. Me miraba como si le importase un bledo lo que le estaba contando. Simplemente soportaba mi enfado, que iba creciendo, mientras ella se blindaba detrás de un taco de folios que golpeaba contra la superficie de su trinchera intentando cuadrarlos.

Después de soltar toda la retahíla pedí que me cambiasen de habitación pero no existía esa posibilidad porque estaba todo completo. La mujer me ofreció como única solución un insecticida en aerosol y algunas trampas de esas que dan de comer a las cucarachas a cambio de que se mueran.

No podía creerlo. A estas alturas mi frustración empezaba a inundar mi cerebro, nublándome las alternativas y pidiéndome a gritos que solicitase la hoja de reclamaciones. Y así lo hice.

Estaba rellenando el formulario cuando apareció un señor trajeado que se identificó como el director del establecimiento. Muy educadamente me pidió disculpas por todo lo acontecido y me ofreció una salida a aquel entuerto. El asunto consistía en la devolución del dinero que yo había pagado por una semana de vacaciones, que no era poco, si renunciaba, por escrito, a la reclamación y a cualquier tipo de demanda.

De otra forma o bien me quedaba en el mismo cuarto, a disfrutar mi merecido descanso con mis nuevas amigas, o bien me iba, pataleando y denunciando, sin reembolso alguno por no sé qué cláusula del contrato. Posiblemente en un futuro, de pleito en pleito, ganase la partida pero iba a ser un futuro muy lejano y muy molesto.

Calibré las opciones disponibles y, teniendo en cuenta mi dignidad, mi orgullo y el precio de ambos, decidí.

Unas horas después estaba de nuevo en la estación, esperando un tren que me iba a llevar de vuelta a casa. Fue una larga espera, casi tan larga como la parada que este realizó, más tarde, en el mismo páramo donde se detuvo en la ida, con el paisaje amarilleado por los cereales, en mitad de la nada, retrasando mi vida otro par de horas. Definitivamente, el tren nunca fue mi medio de transporte preferido.

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