​No estás en ningún lugar.

​No estás en ningún lugar.

Las llaves del auto tintinean. Es un sonido agudo, casi molesto, provocado al golpear el llavero contra el plástico. Los pies de mi padre pisan las palancas del acelerador, el embriague y el freno, en un rutina de movimientos repetitivos. Sus ojos fijos en el camino. Miro el paisaje por la ventana abstraído de todos. Mi madre y mi hermana conversan en el asiento de atrás, hablan del crédito, de la casa, del trabajo, una conversación que dispara en muchas direcciones, pero que queda sostenida en ideas vagas que no podría precisar ahora, al final son solo sonidos dispersos, palabras al aire que no tiene ningún sentido en este momento. Mi padre callado, ¿pensado quizás?, ¿escuchando el golpeteo de las llaves quizás?.

Mis ojos están puestos en el paisaje. Matorrales, árboles grandes y pequeños, en el fondo la planicie, y más en el fondo cerros, nubes y el cielo. Todo pasa rápido, como manchas, como esquirlas de colores que rasguñan la ventana. El ir de las cosas es hipnótico, sumado a los murmullos y la infinidad de ruidos que salen desde el motor, la carrocería, las palancas, manillas botones, resortes, ropas, pieles, cuerpos, provocan una infinidad de diminutos y particulares sonidos que por lo general ignoramos. La infinidad de sonidos se transforman en un ronroneo y las manchas del paisaje me hipnotizan.

El sol aparece a ratos, pero durante todo el viaje, hay poca luz y la bruma y la lluvia son la dominantes. Viajamos a la playa, algo muy inusual en mi familia. Desde que vivo en Santiago, nos vemos poco, y tengo la impresión de que mi hermana no pasa mucho tiempo con ellos. Nos movemos a la costa por pura casualidad. El día anterior mi hermana propuso salir “a dar una vuelta” y almorzar en el puerto. Un viaje corto, que no implica mucho dinero. En un par de horas podrías estar allá y luego de una breve reflexión mi familia tomó la decisión.

No recuerdo el último viaje que hicimos como familia. Nos vemos poco, y hablamos poco, no somos una familia disfuncional, o fracturada, pero por lejos somos como las familias de cereales norteamericanos. Tenemos una distancia continua y un cariño que pocas veces demostramos. Por eso el viaje es una sorpresa. Algo que no hacemos, y que por absurdo que parezca, es un asunto tremendamente relevante para mí.

Estoy frente a una simpleza adorable y casi siempre invisible. Nunca pensé detenerme a mirar esto durante el paseo. La noche anterior imaginé muchas situaciones posibles, donde todos terminábamos peleando por cualquier cosa. Por lo general terminábamos discutiendo en situaciones donde exista un mínimo grado de estrés. Recuerdo varias navidades, varias fiestas patrias, o paseos donde algún lejano pariente, que provocaba en nosotros una extraña furia. Una breve fiebre que nos hacía hervir y detenernos en cualquier detalle o cualquier error y disparar brutalidades y palabras hirientes que por supuesto eran respondidas de manera proporcional, entonces, cada viaje y celebración siempre me provocaba una angustia y un dolor anticipado. Pero 30 años más tarde ya no me preocupa eso, ya estás curtido frente a cualquier pesadez o comentario, y mí falta de visitas y hasta quizás la nostalgia, me hizo amanecer calmado y preparado ante cualquier tontería. Pero más allá de eso, la ventana estaba dando un espectáculo indescriptible y nadie a mi alrededor lo estaba percibiendo. Mi madre y mi hermana seguían conversando y mi padre en silencio mirando el camino. Entonces pensé que algo podía estar fallando en mí. Claro siempre he tenido esa sensación de estar descompuesto o roto. Todo está bien, en general, pero tengo unas cosquillas, algo en mí de repente queda suelto y me vengo abajo. La mayor parte del tiempo lo puedo ignorar. Pero hay ciertos momentos, o ciertos detalles que me lo recuerdan. Un sonido, un olor, una textura. Algo se activa, y me recuerda, no estás en ningún lugar, y a veces es tan terrible que siento que podría habitar cualquier otro cuerpo y sería igual. Incluso hay días que pienso que me voy a tropezar y que mi mente se va a salir por casualidad de mi cuerpo y voy a quedarme dando vueltas sin uno. Y ese cuerpo mío, el que fue mío hasta antes del accidente, lo hospitalizarán y tratarían de buscar algún remedio para curarlo y luego ese cuerpo moriría y se pudriría. Y “yo”, mi verdadero “yo” quedaría dando vueltas, por Santiago, como un fantasma, como el hombre invisible, sin poder decirle a nadie quien soy. Sin poder comunicarme. Estaría libre, pero al mismo tiempo encerrado en otro plano del tiempo y nuevamente sin un lugar.

No hablamos de esto con mi familia, ellos hablan del clima, de lo costoso que están las cosas, del crédito bancario, enfermedades, muertes. No está acostumbrada a mirar por la ventana el espectacular trance que te ofrece el paisaje. Miro a mi padre que solo está mirando el camino, nunca mira a los costados. La mayor parte del tiempo, o al menos la mayor parte del tiempo que llevamos viajando a la playa, no ha mirado por la ventana por placer ninguna vez. No ha mirado el paisaje, y al parecer, tanta mancha, tanta luz y sombra que se cuela entre las ramas, tanta planicie, vacas, cerros, lagunas, pájaros, cielos, nubes, lluvias, sol, pasto, hojas, barro, mugre, casas, galpones, ovejas, gatos, pollos, perros, personas con sus vidas dentro de los paisajes, todas, todas esas pequeñas cosas pasan en secreto para los ojos de mi padre, de mi madre y de mi hermana.

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