Mi infancia y mi adolescencia fueron un tanto complicadas, transité un largo camino de espinas con gran ausencia de rosas, pero no voy a hacer leña del árbol caído y no voy hablar sobre ello. Prefiero narrar unos años en concreto, la que fue mi vía de escape y el que fue mi más gratificante empleo…

 

            Tenía 8 años y por aquel entonces mis pasiones eran hacer puzzles, leer e intentar evadir mi mente de todo aquello que me rodeaba.

 

            Un día, en el colegio, en clase de Lengua, nos explicaron que existían las “Bibliotecas Públicas”, y que eran lugares donde te prestaban libros de forma altruista.

            Vi el cielo abierto, yo era una pequeña “devora libros”, me encantaba buscar palabras en los diccionarios,  plasmar todos mis secretos en mi diario y garabatear las pastas de las libretas, pero la economía familiar  no permitía a mi santa madre comprarme todos los libros que le pedía, aun así, eso no mermaba mi deseo de querer seguir leyendo  perderme por las historias que en ellos se narraban.

 

            Así que con ese gran descubrimiento, esa misma tarde, ansiada por conocer aquel prodigioso lugar, y justo a las 17:00 horas, miré a mi madre, muy segura y sin intención de aceptar un no por respuesta, le dije:

 

            -¡Mamá, me voy a la biblioteca!.

 

            Ella me miró y no dijo nada, pero su cara reflejaba la satisfacción que le causaba ver  la independencia con la que yo me manejaba por la vida, era su pequeña ratilla…

 

             Pues allí estaba yo, plantada delante de un mostrador al que apenas sobrepasaba con los ojillos, completamente nerviosa y frente a una señora que debía de ser la bibliotecaria.

 

            – Buenas tardes, me llamo Ana, ¿cómo puedo llevarme libros a mi casa?. – me costó sudores formular aquella pregunta que llevaba repitiendo en mi cabeza durante todo el día.

 

            La cara de la señora era un auténtico poema. Mantuvo su tez seria y correcta, pero se intuía una sutil sonrisa en la comisura de sus labios. Tenía ante sí a una niña, que intentaba aparentar ser adulta, completamente histérica.

           

            -Buenas tarde Ana, soy Loli, ¿vienes sola?, me preguntó muy dulcemente aquella señora.

 

            -Si. Mi abuela vive justo en frente y mi madre me ha mirado hasta que he cruzado la carretera, pero me deja venir sola. – respondí rápidamente y sintiéndome muy orgullosa por sentirme mayor e independiente.

 

            Pero para no salirme de la línea de mi mala suerte, mi felicidad duró muy poco, el único requisito que tenía que cumplir para poder ser socia y acceder al préstamo de libros era tener 9 años.

Aquello me cayó como un jarro de agua helada y mi cara reflejaba una gran desilusión.

Por suerte, Loli, que contemplaba mi desencanto, me dio la solución perfecta, no sólo al tema de la lectura, sino que inyectó un toque de felicidad a mi día a día. No podía llevarme libros a casa, pero si podía ir todas las tardes a leerlos allí e incluso podía hacer las tareas que me mandaran en el colegio.

Me sentí inmensamente feliz. Había encontrado mi lugar en el mundo.

 

            Tuvieron que pasar 10 meses para poder tener mi carnet de socia. El día de mi cumpleaños lo tenía preparado, fue mi mejor regalo hasta aquel entonces…

 

 

            Han pasado 26 años de todo aquello, y sigo recordando como iba a diario a esa Biblioteca; llegué a tener tanta amistad con la bibliotecaria que me enseñó el funcionamiento de todo y el trabajo que ella realizaba.

Aprendí a organizar los libros, identificarlos, crearles las fichas, dar alta a los nuevos socios, rellenar las papeletas de los préstamos, llamar a “los morosos de libros”, e incluso, conforme iba haciéndome más mayorcita, me dejaba a cargo de aquel simbólico lugar cuando ella tenía hacer gestiones o ausentarse.

Me sentía comprometida con aquel lugar, me involucré tanto, que no sólo iba por el hecho de poder leer, desconectar y no tener que estar en mi casa; acudía por si Loli me necesitaba, llegué a tener controlados los días que sabía que llegaban los paquetes o cuando sabía que por actividades, iba ha haber mucho trabajo y necesitaba una mano.

 

            Entre ambas pactamos un pago por mi colaboración. Su manera de remunerar era dejándome que me llevase más libros, cuando solo se permitía uno, o me los regalaba, pero lo que más ilusión me hacía era que contaba conmigo para organizar los aniversarios o cualquier evento y me presentó a escritores que incluso me firmaron libros…

¡Bendita manera de pagar un trabajo!.

 

Con quince años, Loli me ofreció colaborar en “La Feria de Libro”, acto que se celebra anualmente.

Las librerías del pueblo montaban un stand durante cuatro días y el Ayuntamiento y la Biblioteca montaban uno en conjunto.

Tenía una caseta para mí, allí hacíamos los sorteos, entrega de premios, abonábamos descuentos, poníamos la música, era “la caseta cabecilla” por llamarlo de alguna forma y allí estaba yo, formando parte de aquel maravilloso mundillo del libro.

 

Justo ese año mi padre, por suerte, había decidido marcharse de casa y la situación económica era bastante adversa. Loli lo sabía y me regaló aquella oportunidad.

Fue mi primer sueldo, gané 32.000 pesetas, las cuales, quitándoles el piquillo, fueron directamente para mi madre, y a llenar nuestra nevera.

El primero de diez, que fueron los años que estuve colaborando con la Biblioteca y con Loli.

Aun hoy por hoy, diez años después de mi última Feria, cada vez que llega esa semana y veo las casetas montadas, me devuelve de nuevo a aquellos años y siempre me trae añorados recuerdos.

 

De aquella etapa aprendí que todo lo que haces con amor e ilusión, termina dándote suculentos frutos.

 También aprendí que no hay mayor verdad que aquella que apuntó Confucio que decía: “Escoge un trabajo que te guste, y nunca tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida”

 

FIN

 

 

  

 

                    

 

 

 

 

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