De vez en vez, nacen personas de conciencia diáfana, humanos que no pueden decir “no”. De esta clase era Ciriaco, al cual le decían –oye Ciriaco, rompe esta piedra- y la rompía; –oye Ciriaco, ve por pulque- e iba, -oye Ciriaco, quédate a trabajar por mí- y se quedaba. No había casi nada a lo que se negara y siempre estaba presto a ayudar. Para él, no había en la vida cosa más buena e importante que la minería, se podría decir que él mismo era un filón de caolín. Los que lo vieron nacer en una pequeña cueva entre palas, picos y carretillas; recuerdan como contrastaba la pequeña criatura morena con lo blanco del material del suelo, y es que a su madre le había “llegado la hora” cuando fue a dejar el lonche a su marido. Se convirtió entonces en un verdadero “hijo de la mina” y como tal había crecido, quedándose a trabajar en ella desde que tenía uso de razón. Y hablando de razón, es lo que a Ciriaco le negaban, sin embargo al que dudara de la salud mental de Ciriaco, le puedo asegurar que razonaba y mucho: algunas veces cavilaba que era bueno que tuviera dientes, porque había escuchado que los dientes eran huesos y concluía  -¡que bueno que puedo ver mis dientes! porque sería malo que tuviera que abrirme para verlos, en cambio cuando veo mis dientes puedo ver también mis huesos y sé que tengo huesos- así que los dientes eran para él una gran cosa. Otras veces pensaba que le gustaría ser gas, le agradaba la sensación que producía el tomarse un refresco de cola. –Es muy bueno el gas- argumentaba -hace cosquillas, te hace reír y hace a la gente feliz—. Destapaba una botella de gaseosa, se echaba un poco de refresco en la boca y lo retenía en ella, sintiendo como las burbujas jugueteaban entre sus dientes, para luego escupir la bebida por todas partes riendo a grandes carcajadas. Cuando deliberaba sobre la mina, ratificaba su admiración por ella. Se había dado cuenta que conforme rascaba, aparecían algunas veces tepalcates que sabía habían sido platos y jarros, ¿qué hacían dentro de la tierra? Era seguro que había devorado la comida con todo y trastos; entonces la tierra comía, y si comía tenía panza, luego entonces, debía tener boca y claro ¡dientes! Rascaba entonces más de prisa para ver sí podía ver sus los huesos de la tierra.

Y sucedió cierto día, que un grupo de personas que dijeron ser de alguna organización ecológica llegaron hasta aquel pueblo minero y observaban el ir y venir de los jornaleros, movían la cabeza en forma negativa, abrían los ojos ¡grandes! y grababan toda la labor. Ciriaco embelesado, seguía con la mirada a una muchacha de larga melena rubia, vestida con huipil bordado de flores y estrellas. Sus ojos y lengua se movían rápido y arrojaba palabras que Ciriaco no comprendía, aunque trataba de hacerlo.

Aquellos visitantes se fueron y en el desayuno se habló sobre el asunto: que las minas causaban un gran daño ecológico y  se evaluaría el caso. Ciriaco que se hallaba con ellos, puso toda su atención a la conversación y preguntó qué era eso de “eco…eco…algo” pero nadie le contestó, así que discurrió para sí mismo que debía ser algo bueno, porque él conocía al “señor eco”. Cuando se sentía triste, caminaba hasta la cueva del Murciélago y allí gritaba –“hooolaaa”- y el “Señor Eco” respondía ¡hooolaaa!,  -¿cóoomo estás?- Y “el Señor Eco” también le preguntaba ¿cooómo estáas? Y así emprendían largas y amenas pláticas. Se imaginaba que el Señor Eco también se debería sentir sólo allá donde vivía y por eso iba a visitarlo. Así que, concluyó para sus adentros, -sí la señorita rubia y los que vienen con ella traían a “otro señor eco”, la cosa era buena, porque así el Señor Eco de la cueva estaría acompañado-, así que sin más, se alegró.

Tiempo después regresó la comisión ecológica con la señorita rubia al frente, Ciriaco arribó a la mina y observó a mucha gente desconocida que platicaba con el encargado y con los representantes del ejido; los mineros los seguían de un lado a otro pero no intervenían. La señorita rubia se veía enojada y vociferaba señalando el monte, el suelo, los cortes de la mina, los túneles que servían de bodega, el polvorín y las palabras se le apretujaban en la boca para poder salir y luego las vomitaba. Él se acercó para escuchar lo que decía y averiguar sí traían ya al otro “señor eco”.

Aunque atendió Ciriaco todo lo que decía aquella mujer en realidad hasta la fecha no pude recordar más que dos frases. ¡Cerrar la mina! y ¡proyectos de muerte! era lo único que recordaba. Encerrado en un cuarto con barrotes como se hallaba ahora, le explicaba una y otra vez a la autoridad, lo que había pasado, pero al parecer ellos no lo entendían y repetía la misma historia.

-¿Por qué atacaste a la señorita?- Y él respondía, entre sollozos.

-Yo corrí a hablar con el “Señor Eco”, el que vive en la Cueva del Murciélago, le dije que la señorita estaba enojada, y que quería cerrar la mina para traer a “otro señor eco” a vivir allí. El “Señor Eco” me contestó que la señorita no era feliz, por eso fui a la tienda y agarré ese refresco, para que la señorita fuera feliz, se lo quise dar, y yo se lo quise meter en su boca, para que sintiera el gas, para que sus huesos que están afuera sintieran el gas y no cerraran la mina, pero todos se pararon y me pegaron, ya no me acuerdo más y ya desperté aquí, ¡dime señor autoridad que no van a cerrar la mina!, ¡dile a la señorita que sienta el gas!, ¡dile que el Señor Eco no se siente solo!…, que yo siempre platico con él, que se lleve a su “otro señor eco”, ¡dile señor autoridad!

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