Puño-mano-brazo-corazón

Puño-mano-brazo-corazón

Carmen Agosto

30/05/2016

La puerta de mi despacho en la parte derecha tiene un agujero-golpe a la altura del hombro, allí donde los goznes se empeñan en mantenerse año tras año. La puerta es blanca, como todo en las salas sanitarias, blanca y sucia por el paso del tiempo, por las manos que la tocan para abrir o cerrar. La ennegrecen  las miradas asustadas que se acercan a ella,las angustias que la traspasan. La enrojece la rabia y el dolor. La amarillea las lágrimas que se quedan pegadas a los pañuelos de papel o a la nariz y que pasan a la mano para tocar la puerta.

Es un orificio–golpe de un puño de un joven desesperado. El puño de una mano delgada, casi transparente donde se mostraban los caminos de venas y arterias muy pálidas; el brazo que la sostenía debía ser musculoso aunque parecía ahora flaco. Un cuerpo consumido al que hubieran colocado una camiseta vieja y un vaquero hace días. Los pies que se arrastran por baldosas pegajosas y desgastadas llevaban sandalias de cuero.

El día antes de mis vacaciones de verano había venido de urgencias acompañado por su novia, una chiquita de 20 años con cara de niña, el pelo suelto y revuelto y una vestimenta cómoda para  los 42 grados del mes de agosto que padecíamos hacia unos días. Las noches no bajaban de 34. Ella decía: “no soy capaz de quitarle de la cabeza su idea, sólo se quiere morir, no sé qué más hacer”. Él sentado a su lado estaba pálido, angustiado, moviendo y frotando dos dedos contra la palma de la mano derecha.

–  ¿Qué ha pasado?, pregunto.

–  ¿Qué no ha pasado?–  dice él casi sin voz.  ”No puedo más, deme algo para esto por favor. No puedo más”

Veintiún años…

Hago informe de urgencias para ser visto por psiquiatría.

A la vuelta, descansada y aliviada, percibo mi piel tostada aún y pegada a ella el recuerdo del aire y el sol suave.  No me cabe la bata blanca, raspa, araña en los brazos desnudos. Me pesan los pies en la escalera, la atmósfera en la cabeza, el blanco en los ojos hasta mi puerta.

Mi puerta rota. Rota-rota. Desgarrada. Atravesada. Reventada por un puño-mano-brazo-corazón de tristeza y rabia.

Se fueron_ me dice la enfermera _ a urgencias y le dieron cita para tres semanas. Al día siguiente volvieron igual. El psiquiatra ocupó tu despacho mientras estabas de vacaciones. Venía desesperado y la pegó contra la puerta. Él no quiso atenderles hasta la cita. Se ahorcó por la tarde.

La puerta, mi puerta.

Hace quince años esta puerta se abre cada día al otro lado de la vida, a lo que no es vida o, sí lo es porque no hay muerte sin la vida ni ésta sin aquella.  Me recibe evocando la fragilidad,  la vulnerabilidad, el dolor, el sufrimiento del que seremos testigo juntas. Cada día,  en su vacío, en el hueco que ha dejado la mano-puño,  coloco los pensamientos de temor y miedo que me surgen mientras busco en mi bolso la llave de la cerradura y encuentro la posición perfecta,  la introduzco en ella y abro. Arrastro con mi brazo, pegado a mi hombro el agujero-odio, la puerta hasta la pared.  En unos segundos me traslada a la pequeñez de nuestro saber y poder, al cuidado esmerado que hemos de tener con lo que hacemos, a los errores que cometemos, a la posibilidad que tenemos en un momento de estar al otro lado de la mesa, de ser nosotros los que necesitamos, de que el dolor no es de otros siempre, que tiene todas las edades, y así,  de poco en poco,  hasta que he logrado dejar mi bolso, mi vida, en el cajón y sentarme en el sillón tras de la mesa.

El boquete-mano-tristeza da lugar con la puerta abierta a una cueva disfrazada de fortaleza y distancia blanquecina y luces fluorescentes que descomponen el tamiz de las experiencias dejándolas desnudas. Fuera, los largos pasillos con sus etiquetas, otras puertas, muchas con señales o sin ellas, figuras-batas blancas y fonendos autosuficientes, con las tarjetitas de identificación coloreadas, las mesas y sillones y las camillas, los compañeros que saludas, que están al lado,  en idéntica realidad ofrecen la impresión inequívoca de inmunidad y acompañamiento.

En la cueva-tú,  allí, sola,  con tu cuerpo vulnerable como el suyo, tan posiblemente “flaco” como el suyo,  con un corazón como el suyo, con una mente tan mente como la suya, estás dispuesta para los impactos del día. Pero hay impactos e impactos. Hay palabras como balas directas a un órgano, frases como golpes en el estómago que te dejan sin aire, expresiones como bombas, experiencias como proyectiles que acusas más tarde, recuerdos como una colisión.

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SERVICIO DE SALUD MENTAL

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