De nuevo un grito ahogado al despertar. La respiración acelerada de quien está a punto de perder la conciencia a causa de la ansiedad. Una mano que busca desesperadamente el interruptor para encender la luz. Y la misma pregunta de siempre: “¿Por qué se repite este sueño?”
Otra vez el mismo sueño. La sucesión de imágenes que se agolpan en la mente unas contra otras, como queriendo que la escena pase lo más rápido posible. La duda, la eterna duda: ¿Es sólo un sueño o alguna vez fue realidad? La intensa luz incómoda al final de la escalera, que se filtra a través del tragaluz y que no la deja abrir del todo los ojos, que la atrae con la misma fuerza que la atemoriza. La puerta entreabierta del trastero, el sollozo cayado de su madre, que sostiene algo entre las manos, algo que aprieta con fuerza contra el pecho, como si no quisiera dejarlo escapar. Y otra vez el giro brusco de cabeza y ese algo que cae al suelo. Y el gesto entre contraído y avergonzado de quien se siente sorprendido mientras hace algo que no está bien. Y la misma niña que contempla la escena desde el final de la escalera, rezando para que mamá no la haya sorprendido espiándola. Y en su mente, los comentarios escuchados en casa a sus abuelos, cuando era demasiado pequeña para entender casi cualquier cosa. Las miradas de desprecio de algunas señoras, los cuchicheos a su paso… Y los comentarios de su hermano menor, sus burlas: “Tú no eres mi hermana. Tu padre no te quería y no sabrás nunca por qué”.
La larga espera hasta que llega la noche, hasta que la niña se arma de valor para coger la vieja linterna de su padre, con la que tantas veces buscaron monstruos en el jardín. Y otra vez el trayecto hacia el trastero, esos diez interminables peldaños que cuenta de uno en uno con el aliento entrecortado y el miedo a ser descubierta buscando algo que nunca debió encontrar.
La calma en ese cuartucho, que contrasta con la inquietud y el miedo que se apoderan de Alexandra, con sus manos temblorosas revolviendo entre los viejos libros y las mohosas estanterías cargadas de objetos ya inservibles. Esos trastos que todos saben que no van a volver a usar, pero que se resisten a tirar más por nostalgia que por pensar que algún día podrán necesitarlos de nuevo. La misma sensación de vértigo que se apodera de ella, que todas las noches la hace abandonar su propósito de conocer ese misterio que su hermano no le quiere contar. Pero hoy no, hoy resistirá la tentación de abandonar ese lugar que siempre le produjo miedo, ese trastero en el que él la encerraba sin piedad hasta hacerla perder los nervios. Nervios que se disparan ahora al tener la certeza de estar muy cerca de descubrir un secreto guardado durante años. Nervios que provocan la sensación de estar a punto de desmayarse al ver bajo el antiguo vestido de novia de su abuela, el mismo que usaron su madre y sus tías, enredado de cualquier manera dentro de la vieja maleta de su padre, un pequeño cofre de madera, rayado y descolorido por el paso de los años.
Y esas manos que no responden a las órdenes de su cerebro al intentar abrir el cofre. Y cien ojos que la miran y la inculpan mientras por fin consigue quitar el cierre lentamente, con cuidado, mirando hacia los lados, sintiendo sobre ella una inmensa presión: “No está bien fisgar en los secretos de mamá”, casi puede oír. “Cierra el cofre, no te pertenece“, susurran en sus oídos las voces de sus abuelos. “No seas tonta -se dice a sí misma para acallar sus remordimientos- no estás haciendo nada malo. Todo el mundo tiene derecho a conocer su pasado”.
Ante sus ojos sólo aparece una copia de la fotografía de boda de su madre, brindando con su padre, fallecido años atrás. La decepción de apodera de ella, que está a punto de cerrar el cofre cuando descubre un sobre envejecido. “Aquí está”, piensa. Y al abrirlo, el secreto aparece tan claro como el mar de la foto en la que su madre posa junto a un desconocido. Ahí está: “Mi verdadero padre”, se sorprende diciendo en voz alta. Ahora entiende todos los comentarios escuchados durante años en casa de los abuelos. Ahora comprende las burlas de su hermano. Al dar la vuelta a la imagen, está escrito: “He vuelto a mi país”. Y tras una firma ilegible, se aprecia con dificultad: “1972”. El año de su nacimiento.
No necesita preguntar nada más, no necesita leer la montaña de cartas sin abrir guardadas durante años en el cobre. Ahora tiene la certeza de conocer el gran secreto del que habla su hermano. No acierta a saber el tiempo que ha pasado desde que bajara al trastero, cuando un grito de su madre consigue sacarla de su estado de shock. “Alexandra, ¿qué buscas ahí abajo?” Temblorosa y con lágrimas en los ojos sube la escalera y se encuentra de frente con su madre. Es suficiente una mirada entre ambas para comprenderlo todo. Nunca hablarán de él, no sabrá por qué se fue. Es preferible vivir preguntándose cada día cómo su padre muerto consiguió quererla a pesar de todo. Fin.
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