Bajando la cuesta Hijosa.

Bajando la cuesta Hijosa.

Nadie discutía que él era el más rápido. Aunque no le importaba ganar la apuesta con la que había retado a sus amigos pedaleaba con fuerza. Con la ventaja que sacaría en los quince kilómetros que había desde su pueblo tendría más tiempo para recorrer el mercado de los domingos. Charlaría con los ganaderos, compararía la envergadura de las reses, los músculos del cuello. Con parsimonia en la segunda vuelta anotaría en su cabeza algún comentario suelto sobre el engorde de los cerdos o el parto de una vaca. Apenas había empezado a disfrutar de los bailes en las fiestas, pues la muerte prematura de su padre lo obligó a guardar luto durante tres años. Mientras sus amigos solo hablaban de esta y aquella muchacha, él necesitaba aprender a mantener sus tierras y su corral.

Con los pensamientos ocupados en que las chicas, a pesar de su inexperiencia, le prestaban más atención que a ninguno de sus amigos, y la velocidad en sus pedales al máximo, apareció en lo alto de la cuesta Hijosa, allá abajo se veía el mercado. Intentó frenar poniendo la zapatilla en la rueda delantera. La tierra suelta del camino hizo patinar la bicicleta, los dos cayeron, rodaron y se restregaron contra el suelo. Se levantó raudo, en cuanto pudo. Tenía los pantalones desgarrados, el jersey lleno de tierra y sangre en la boca.

La gente lo miraba con el susto en las caras.

—¿Estas bien chaval? —Un señor le tocó el hombro.

—Se me ha doblado el manillar, no puedo enderezarlo —contestó forcejeando.

—Es un milagro que no te hayas roto nada. Que alguien te cure la cara, o te dejará tu novia si te quedan esas marcas.

Marcial le arreó una patada a la bici. La cargó en los hombros y comenzó a caminar hacia el mercado. Cuando alcanzó las primeras calles, lo encontró la señora Clementina, que era de su pueblo pero vivía allí desde que se casó.

—San Juan bendito, ¿qué te ha pasado? —Le interceptó Clementina— esperaba ver en el mercado a algún paisano mío pero no en este estado. Deja esa bicicleta, si hasta vienes cojeando, no disimules, anda.

—Cúrelo señora, que éste casi se mata, del accidente que ha tenido, ha bajado la cuesta Hijosa dando volteretas. Se ve que ansiaba reunirse con alguna moza —dijo el señor de antes.

Con cariño la mujer lo llevó a su casa a curarle las heridas. Con un trapo mojado en agua tibia, Clementina le limpiaba la sangre y la tierra incrustada en las rodillas, ignorando los quejidos del chico.

Llamaron a la puerta.

—Pasa querida, que aquí está uno de tu pueblo que por valiente se ha roto la cara entera. Ayúdame con el agua.

El joven la miró con curiosidad y al instante se quedó inmóvil y se dejó hacer sin quejarse más, disimulando las muecas de dolor. Ahora tenía una muchacha de quien hablar con sus amigos.

—Esta chica no es de mi pueblo, la habría visto yo.

—De la señora Sara, la carnicera. Es que está aquí interna en el colegio de las monjas —Clementina le guiñó un ojo al joven—. A tratarla como un caballero, que no se diga.

Clementina hurgó con más fuerza en las heridas, pero él aguantó. Dejó que las dos mujeres limpiaran su cara. No le importaba el dolor, era la ocasión de observar cada detalle de aquella casi niña que se esforzaba por servir a Clementina mientras la decía recados para su madre, la señora Sara, para cuando fuera al pueblo.

—Yo se los diré —interrumpió Marcial.

—No se moleste. Que mi madre le entretendría con sus preguntas —dijo ella.

—¿Qué preguntas?

—De por qué se ha encontrado conmigo, y de por qué se lo he dicho yo. Dónde y cuándo, quiénes estaban presentes y ya sabes.

Él miraba sus largos dedos, sus manos diestras cortando trozos de tela de una sábana vieja. Seguro que las monjas la habían enseñado a hacer curas y muchas cosas más. La mujer dijo algo gracioso y ella se reía sin vergüenza y con recato. Cuando callaba, sujetaba la sonrisa a punto de estallar.

—Seguro que las monjas os enseñan a coser muy bien, ¿sería tan amable de adecentarme el roto del pantalón para ir al mercado? —se atrevió el chico.

—Pues yo no, no siendo que alguna amiguita tuya se ponga celosa.

En qué pensaban esos ojos. Era guapa pero le contestaba con seriedad, no se ponía nerviosa como las otras chicas que enseguida empezaban a jugar con su pelo y a decir palabras insípidas. Ella le dejaba perplejo, era lista. Y se sentía libre.

Y así, libre, comenzó una historia de familia.

Fin.

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